Se cepillaba el cabello áspero,
contemplándose en el espejo. Ni que me
lo cepille un millón de veces, será sedoso —simplemente, no lo tengo, dijo murmurando, y descansó el cepillo contra el tope
del lavamanos. Acercó la cara al espejo
y mientras pasaba sus manos frías por el rostro, reflexionaba con detenimiento
acerca de sus pobres facciones... Si
fueran ricas, serían sensuales,
pensó. Aguasanta, no lo tienes... repitió en un tono
cansado, viejo... añejo para sus veinticinco años.
Se vistió mecánicamente. Primero, una blusa blanca, almidonada, de
manga larga, ajustando el cuello con el primer botón; seguidamente, abotonó los
demás. Luego la falda gris de pana
–aquella igual a la gris y a la azul marino– y los tacos anchos, gris
ratón. Pasó de refilón frente al espejo,
y temerosa de su imagen completa ¾corrió a la peinadora. Al colocarse sus lentes, culo de
botella, descubrió una arruga en las
pantys gruesas, color carne ¾la alisó y templó su falda, hasta cubrir bien
las rodillas.
Cerró las cortinas, tomó su
cartera, y salió cerrando suavemente la puerta de la habitación. Pasó por la cocina, tomó su porta viandas, ya
preparado, y salió silenciosamente.
Al llegar a la calle, caminó dos
cuadras y bajó a la estación del metro.
Mientras esperaba el tren, observó boquiabierta, en el andén contrario,
la enorme foto de una joven, cuyos labios carnosos y rojos, de dientes blancos
y relucientes, sonreían —su sedosa melena ondeaba al viento. Apretó sus labios sin pintura, justo cuando
el tren llegaba.
Entró apresurada y tropezó con
un hombre que salía, quien la insultó.
Estaba repleto. Tuvo que pegarse
peligrosamente a los que estaban de pie, de cara a los que van sentados,
aferrada a la agarradera, como si su vida dependiera de ello. Sentada frente a ella, una muchacha más o
menos de su edad, leía una revista. Las
piernas cruzadas, la piel lustrosa, la falda corta, ceñida sin ser vulgar. El perfume era tan sofisticado como el
escote, no muy pronunciado... Pero ahí estaba, se le salía por los poros que lo tenía. Miró a su alrededor y le pareció que todos
miraban a la del body...
instintivamente se llevó la mano a su cuello abotonado, y enrojeció.
Llegó a su destino. Subió a la calle, y caminó cien pasos hasta la Biblioteca Pública. Al entrar, saludó a la recepcionista. En el segundo piso, dio la vuelta al pasillo,
entró a su oficina, y cerró la puerta.
A la hora de almuerzo, salió a
la calle con el porta viandas y su monedero.
Cruzó la calle hacia la plaza y se sentó en el banco acostumbrado —escondido detrás de las azaleas— junto al
comedero de los pájaros que usualmente compartían su almuerzo. No iba ni por el tercer bocado cuando las
oyó. Eran cuatro y hablaban todas a la
vez, como las urracas parlanchinas.
—Sí chica, hay de todas las
esencias que quieras... ¿Sabes cómo supe
del lugar? Bueno, un día me compré un
champú de papaya... que si el cabello quedaba suave, que si era un
acondicionador excelente... ¡Anda! cuando abrí el frasco, olía a pura papaya, ¡tan
pura que me revolvió el estómago!
—Tú sabes, le decía a la morena
que tenía a la derecha... ese olor a vomito que tiene a veces la papaya. Yo pensé, pero bueno, cada vez que hacen un
champú, se llevará por lo menos una entera, ¡y de las tropicales! Resulta que
son esencias, chica. Mi amiga Rosa —la
cosmetóloga— me contó de un sitio, donde hay todas las esencias, habidas y por
haber.
—O
sea, que eso de pura fresa, por ejemplo, es mentira.
—Esencia, nada más, dijo la
morena.
La tercera preguntó: —y que si... para el amor, la
fidelidad... ¿para esas cosas, también hay?
La del medio la miró fijamente, y le contestó sin parpadear: Rosa dice
que hay un cuarto, al fondo, que tiene de todo... ¡todo lo que una pueda
desear!
—¡Nooooo...!
gritaron al unísono las otras dos.
Aguasanta ya había terminado de
comer hacía rato. Faltaban minutos para
que comenzara el turno de la tarde, pero no se movía, estaba clavada en el
banco, pendiente de la conversación.
—¿Y dónde queda este palacio de esencias? Muero por ir, murmuró la morena. Y yo, susurró la otra.
—¿Quéee... ustedes van a
fabricar champúes?, espetó burlona la del medio.
—Noooo... ¡pasapalos!, corearon
las otras dos y se rieron todas como locas.
La parodia de los tres chiflados
la tenía frenética. Aguasanta, miró su
reloj, nerviosa, ya era la hora de volver al trabajo. De pronto la del medio se levantó, y comenzó
a caminar. Las otras la imitaron y la
siguieron... Aguasanta, como un autómata, detrás.
Trató de seguirlas lo más cerca
que pudo. Cuando se detenían a ver
vitrinas, ella lo hacía también. Anduvo
unas cinco cuadras y ya los pies le estaban pidiendo un descanso. Se desabotonó el botón del cuello de la
camisa, pues el calor era insoportable; la falda se le pegaba y la conciencia
le dolía —nunca en cuatro años había faltado a su trabajo, y menos aun sin dar
aviso.
Las
urracas se detuvieron frente a un edificio gris de fachada sucia. Vieron hacia arriba y entraron, en fila, por
la puerta estrecha. Aguasanta espero un
instante e hizo lo mismo.
Repasó
el directorio. ¿Bajo qué nombre estaría?
Lo leyó varias veces y no decía nada que tuviese que ver con
esencias. Las manos se le congelaron
humedecidas... ¡tenía que encontrarlo!
Empezaba a deprimirse, pero tenía un propósito y ella jamás se desviaba
de sus propósitos. Si algo tenía claro
era su determinación y la fe ciega en sus temores. La sensación acostumbrada de fracaso empezó
a apoderarse de ella y sus “hasta hace un segundo “ aires de audacia y
atrevimiento, daban paso a sus fobias.
Ya se abotonaba la camisa cuando
pasaron dos hombres al lado de ella hablando inglés. Por lo que pudo entender de su conversación,
venían del palacio de las esencias.
La mención del sitio, la envalentonó, y gracias a su inglés de principiante averiguó
dónde quedaba.
Llegó al quinto piso y dio con
la puerta indicada. Al entrar le pegó un
olor fuerte que supuso era el de las esencias de queso. Cuando caminaba hacia la recepcionista,
sentía la garganta seca. ¿Cómo iba a
preguntar? ¿Existiría tal cosa? Miró a
su alrededor buscando auxilio, ya a punto de hacer marcha atrás, cuando una
gordita con voz dulce y melodiosa, le hizo la pregunta clave a la señorita.
—¿En qué departamento están las
esencias... —dejó escapar una risita relinchona— que me van a conseguir un
novio cariñoso? Con una sonrisa
comprensiva, le señaló un pasillo a la derecha.
Ella corrió, los tacones
repicando sobre el piso de madera.
Aguasanta detrás. Al fondo del
pasillo, la gordita, pulsó un timbre al lado de una puerta verde, abriéndose
ésta inmediatamente.
Entraron al recinto y Aguasanta
no podía creer lo que veía: estantes de pared a pared y de techo a piso,
atestados de botellas de todos tamaños.
La gordita, atropellada de impaciencia, se preguntaba, en voz alta, si
no había un catálogo, o algo. Se
acercaron a uno de los estantes y allí, ordenadamente y en cada repisa, había
una lista detallada de todo lo expuesto.
Tuvo que recorrer varios estantes hasta que encontró la botella que
buscaba, una gruesa con una etiqueta grande que abarcaba su contorno, y en
letras azul marino se leía: Esencia para la Seducción ¾llevaba un librito de
instrucciones atado a su cuello. Se la
envolvieron en un papel marrón. Pagó y
se fue con una media sonrisa en sus labios sin pintura.
Detuvo un taxi en la calle y le
pidió que se apresurara. Tenía que
llegar a su casa antes que su mamá; no tenía ganas de explicaciones. Abrió la puerta sigilosamente, subió las escaleras
en puntillas, pero de dos en dos. Ya en su cuarto le echó el cerrojo a la
puerta. Le pegó la oreja a la puerta y
había un silencio absoluto.
Corrió las cortinas, encendió la
luz, lanzó la cartera encima de la cama y se sentó en el borde —sentía el
corazón desbocado por el ajetreo y la anticipación. Desenvolvió el paquete con cuidado. Soltó el nudo que ataba al librito de
instrucciones y se recostó en la cama a leerlo con detenimiento. Lo leyó varias veces, pero no encontró los
ingredientes. En fin, le daba igual,
ella estaba decidida. La formula
constaba de tomarse tres cuartas partes del líquido en tres días, y darse un
baño esos tres días con el cuarto restante. Decidió comenzar inmediatamente.
Marcó la botella en tomas y
bebió lentamente la primera porción ¾sabía a agua fresca de
manantial.
Preparó la bañera, vertiéndole
la cantidad que le tocaba y se sumió en el agua sin perfume. Cerró los ojos y se dejó llevar por la
sensación de calma que sentía. Más que agotada —sedada— por el baño tibio, se
deslizó sin fuerzas un camisón largo de batista. Anudo con dificultad la doble vuelta
acostumbrada del lazo que amarraba al cuello, y al poner la cabeza sobre la
almohada, cayó en un profundo sueño.
El reloj despertador sonaba
repetitivamente —a intervalos— con ese abominable chirrido de despiértate, estúpida. Entreabrió los ojos con pesadez y se estiró
como una gata perezosa.
Sonámbula, fue al baño y
encendió la luz; apretó los ojos pues la claridad, la agredía con saña. Abrió los ojos progresivamente, mientras el
espejo le devolvía una imagen borrosa.
Tomó el cepillo y comenzó a cepillarse el cabello. Como cosa rara, el cabello no se peleaba con
el cepillo —le provocaba dejárselo suelto.
Acercó la cara al espejo, guiñando los ojos para enfocar mejor. Le pareció que sus facciones estaban ganando
fortuna... se retiró abruptamente. El
resultado no era así, había que esperar tres días, además, ella todavía
desconfiaba. Pero se vistió más rápido,
y desabotonó el primer botón de su camisa con alivio.
Fue a su trabajo y se devolvió,
pues no se dio cuenta que era sábado.
Pasó el día en una especie de modorra, leyendo, comiendo y huyéndole a
su mamá.
A la seis, igual que el día
anterior, cumplió con el rito del baño y la toma de la poción correspondiente,
y se acostó enseguida.
Al día siguiente se levantó
tarde, avergonzada, pues no era usual en ella perder el tiempo, decidió ir a
una exposición de artesanía. Se abrochó
los jeans con dificultad, pensando malhumorada que, quizás, había engordado un
poco. Al pasar por el espejo del
armario, se volteó de espaldas y dio un vistazo sobre su hombro ¡le quedaban
ajustados en el trasero!
Tomó el autobús. No había ni un puesto vació como los que a
ella le gustaban. Fue hasta atrás y
encontró uno al lado de un muchacho.
Hubo de pasar encima de él —el puesto vacío era al lado de la
ventanilla— justo cuando el autobús arrancaba.
Ella casi se cae si no es porque él la sostiene fuertemente por un
brazo. Le dio las gracias y al sentarse
juntó los pies —la mirada perdida más allá del ventanal.
—¿Esos anteojos pesan mucho?, le
preguntó respetuosamente el muchacho.
Ella lo miró, pero no se sonrojó, sino que abrió más los ojos, que a
causa de las lupas se veían inmensos.
—No, contestó sin timidez.
—Oye, quítatelos un momento, es
imposible que nadie tenga los ojos tan grandes.
Se los quitó con delicadeza, ella, sin parpadear, le clavó la mirada.
—Seguro te han dicho esto antes,
¡tienes unos ojos bellísimos, y qué colorido tan extraño...!, una banda azul
marino por fuera, rellenos de un amarillo atigrado. El muchacho se removió inquieto en su
asiento,
—perdóname el atrevimiento, no
soy un tipo de esos descarados que andan atacando mujeres desconocidas. Ella se colocó los lentes de nuevo y volteó
otra vez hacia el ventanal. En ese momento el autobús se detuvo en su parada.
Sin mediar palabra con el extraño se levantó y se bajó. Cuando el autobús reanudó la marcha,
Aguasanta sonrió con su boca pintada.
Extenuada del paseo, llegó a su
casa al final de la tarde. Dividió la
última porción de la poción en dos partes: la parte para el baño, la mezcló con
aceite de azahares de la India ;
la restante la bebió, sorbo a sorbo, mientras su cuerpo se relajaba, sumergido
en el agua caliente y perfumada.
Se acostó con apenas una
camiseta puesta. El contacto de las
nalgas tibias al deslizarse dentro de las sábanas frías, la estremeció de
gusto.
Temprano, se vistió con
intención. A la camisa blanca, le
remangó las mangas y desabotonó los primeros tres botones. Dobló la cinturilla a la falda azul marino,
acortándola por encima de la rodilla, un cinturón ancho le abrevió el
talle. Hacía calor, y estrenó las
sandalias de plataforma —sin esperanza de estreno— que le había regalado su
mamá.
La figura que proyectó el espejo
la detuvo, y contemplándose con holgura, sonrió satisfecha. Agitó la melena sedosa, colgó un morral al
hombro y salió sin porta viandas —hoy le provocaba probar el restaurante chino
de la esquina. Salió cantando, su tono
de voz era grave.
Allá en el baño, sobre el tope
de la bañera, quedó la botella de esencia vacía. En su interior, al reverso de la etiqueta, la
leyenda decía: Ingrediente: AGUA PURA DE MANANTIAL.