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Monday, October 25, 2010

Bésame, bésame mucho

Cada vez hay más mujeres solas y hombres solitarios; la automatización de la vida lo facilita y lo propicia. Las diferentes culturas nos muestran, reiteradamente, el tema del distanciamiento del hombre y la mujer, tratándolo de múltiples maneras.

Los dos están tan ocupados, que no hay tiempo ni para rozarse... El más leve contacto, trae fricción de pieles y eso motiva sensaciones que se cercenan, para no facilitar el acercamiento... porque quita tiempo. 

Como en una película muda, en acelerada velocidad, el reloj despertador marca las 6:00 a.m., y ella corre a levantar a los niños —él se ducha y se viste.  Ella prepara el desayuno, él se desayuna con los niños —ella se ducha y se viste.  Se despiden con un beso al aire,  y salen raudos y veloces, cada uno a su tarea. 

Ya es irrelevante si ella trabaja o no; una vez, ése, fue el pretexto.  Ahora, hasta el ama de casa, está sumamente atareada, llevando y trayendo a los niños del colegio. Cuando no, atendiendo a sus tantas ocupaciones: las actividades recreativas de los niños, lo social, la hora de aeróbicos, la peluquería... la casa. 

Él, mientras tanto hace, lo que siempre han hecho ellos, trabajar.  Sin embargo, no puede perderse la hora de gimnasio o el partido de tenis, o el golf... y el trago, al final de la jornada, para bajar la presión. 

La vida contemporánea los empuja a vivir aprisa, donde no hay espacio para acariciarse, llorar, ni reír juntos —el ahogar los sentimientos, abona la frustración y la apatía. 

Con el paso del tiempo, los hijos crecen y hacen su vida; mientras la falta de cercanía, los conlleva al aislamiento. 

Ellos terminan reemplazándolas a ellas por un microondas; ellas, por un control de televisión.

Monday, October 18, 2010

Me gustas tú y tú y tú... y solamente tú

Hace su entrada,  enfundada en un estrecho traje corto rojo de seda que le remarca la generosa y voluptuosa figura.  Avanza hacia la barra, balanceando sinuosamente las caderas al caminar.  Las miradas masculinas, hipnotizadas, persiguen su vaivén, cuando ella pasa a su lado rozándolos y  emborrachándolos  con la estela de su perfume.
Ella se deja caer, suavemente, en el banco.  Ladeándose,  cruza las piernas,  abre la cartera y saca una cigarrera de plata que brilla en la penumbra; extrae un delgado pitillo, lo golpea varias veces sobre el metal.
Al fondo, del otro lado de la barra y sentado de espaldas, está un hombre hablando con el  cantinero. El hombre se voltea, se endereza, acomodándose el traje, y se ajusta la corbata.  
Ella hace un ademán de sacar algo de la cartera y ya el hombre está allí, la llama oscilante de su encendedor, iluminando su hermoso rostro; levanta una ceja, hace un puchero con los labios carnosos color carmín.  Le toma las manos entre las suyas, protegiendo la llama y enciende su pitillo.  Él se sienta al lado de ella y la envuelve con la mirada.
¡CORTE!                     
Las luces se encienden.  Se da por terminada la filmación.  Ella toma su abrigo y sale del bar. 
Camina hacia la esquina, entra a otro bar.  En la antesala, se quita el abrigo y se dirige hacia la barra a empellones, apartando el gentío que se agolpa cerca de la barra que, a esa hora, está atestada de hombres y mujeres.  Se escurre entre dos hombres, y debe quedarse de pie, ya que los bancos están ocupados.  
A duras penas logra sacar un cigarrillo de su cartera, busca el encendedor, y cae en cuenta que no lo lleva.  Se voltea, mira a uno de los hombres, levanta una ceja, aprieta los labios rojos —éste le señala un aviso de NO FUMAR.    
Los dos hombres se levantan, se toman de las manos y se van.