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Friday, September 21, 2012

La esencia de la seducción


Se cepillaba el cabello áspero, contemplándose en el espejo.  Ni que me lo cepille un millón de veces, será sedoso —simplemente, no lo tengo, dijo murmurando, y descansó el cepillo contra el tope del lavamanos.  Acercó la cara al espejo y mientras pasaba sus manos frías por el rostro, reflexionaba con detenimiento acerca de sus pobres facciones... Si fueran ricas, serían sensuales, pensó.     Aguasanta, no lo tienes... repitió en un tono cansado, viejo... añejo para sus veinticinco años.
Se vistió mecánicamente.  Primero, una blusa blanca, almidonada, de manga larga, ajustando el cuello con el primer botón; seguidamente, abotonó los demás.   Luego la falda gris de pana –aquella igual a la gris y a la azul marino– y los tacos anchos, gris ratón.  Pasó de refilón frente al espejo, y temerosa de su imagen completa ¾corrió a la peinadora.  Al colocarse sus lentes, culo de botella,  descubrió una arruga en las pantys gruesas, color carne ¾la alisó y templó su falda, hasta cubrir bien las rodillas. 
Cerró las cortinas, tomó su cartera, y salió cerrando suavemente la puerta de la habitación.  Pasó por la cocina, tomó su porta viandas, ya preparado, y salió silenciosamente.
Al llegar a la calle, caminó dos cuadras y bajó a la estación del metro.  Mientras esperaba el tren, observó boquiabierta, en el andén contrario, la enorme foto de una joven, cuyos labios carnosos y rojos, de dientes blancos y relucientes, sonreían —su sedosa melena ondeaba al viento.  Apretó sus labios sin pintura, justo cuando el tren  llegaba. 
Entró apresurada y tropezó con un hombre que salía, quien la insultó.   Estaba repleto.  Tuvo que pegarse peligrosamente a los que estaban de pie, de cara a los que van sentados, aferrada a la agarradera, como si su vida dependiera de ello.  Sentada frente a ella, una muchacha más o menos de su edad, leía una revista.  Las piernas cruzadas, la piel lustrosa, la falda corta, ceñida sin ser vulgar.  El perfume era tan sofisticado como el escote, no muy pronunciado... Pero ahí estaba, se le salía por los poros que lo tenía.   Miró a su alrededor y le pareció que todos miraban a la del body... instintivamente se llevó la mano a su cuello abotonado, y enrojeció.
Llegó a su destino.  Subió a la calle, y caminó cien pasos hasta la Biblioteca Pública.   Al entrar, saludó a la recepcionista.  En el segundo piso, dio la vuelta al pasillo, entró a su oficina, y cerró la puerta.
A la hora de almuerzo, salió a la calle con el porta viandas y su monedero.   Cruzó la calle hacia la plaza y se sentó en el banco acostumbrado  —escondido detrás de las azaleas— junto al comedero de los pájaros que usualmente compartían su almuerzo.   No iba ni por el tercer bocado cuando las oyó.  Eran cuatro y hablaban todas a la vez, como las urracas parlanchinas.
—Sí chica, hay de todas las esencias que quieras...  ¿Sabes cómo supe del lugar?  Bueno, un día me compré un champú de papaya... que si el cabello quedaba suave, que si era un acondicionador excelente... ¡Anda! cuando abrí el frasco, olía a pura papaya, ¡tan pura que me revolvió el estómago! 
—Tú sabes, le decía a la morena que tenía a la derecha... ese olor a vomito que tiene a veces la papaya.  Yo pensé, pero bueno, cada vez que hacen un champú, se llevará por lo menos una entera, ¡y de las tropicales! Resulta que son esencias, chica.  Mi amiga Rosa —la cosmetóloga— me contó de un sitio, donde hay todas las esencias, habidas y por haber.
            —O sea, que eso de pura fresa, por ejemplo, es mentira. 
—Esencia, nada más, dijo la morena. 
La tercera preguntó: y que si... para el amor, la fidelidad... ¿para esas cosas, también hay?  La del medio la miró fijamente, y le contestó sin parpadear: Rosa dice que hay un cuarto, al fondo, que tiene de todo... ¡todo lo que una pueda desear!
            —¡Nooooo...! gritaron al unísono las otras dos.
Aguasanta ya había terminado de comer hacía rato.  Faltaban minutos para que comenzara el turno de la tarde, pero no se movía, estaba clavada en el banco, pendiente de la conversación.
—¿Y dónde queda este palacio de esencias?  Muero por ir, murmuró la morena.  Y yo, susurró la otra. 
—¿Quéee... ustedes van a fabricar champúes?, espetó burlona la del medio. 
—Noooo... ¡pasapalos!, corearon las otras dos y se rieron todas como locas.
La parodia de los tres chiflados la tenía frenética.  Aguasanta, miró su reloj, nerviosa, ya era la hora de volver al trabajo.  De pronto la del medio se levantó, y comenzó a caminar.  Las otras la imitaron y la siguieron... Aguasanta, como un autómata, detrás.  
Trató de seguirlas lo más cerca que pudo.  Cuando se detenían a ver vitrinas, ella lo hacía también.  Anduvo unas cinco cuadras y ya los pies le estaban pidiendo un descanso.  Se desabotonó el botón del cuello de la camisa, pues el calor era insoportable; la falda se le pegaba y la conciencia le dolía —nunca en cuatro años había faltado a su trabajo, y menos aun sin dar aviso.
            Las urracas se detuvieron frente a un edificio gris de fachada sucia.  Vieron hacia arriba y entraron, en fila, por la puerta estrecha.  Aguasanta espero un instante e hizo lo mismo. 
            Repasó el directorio. ¿Bajo qué nombre estaría?  Lo leyó varias veces y no decía nada que tuviese que ver con esencias.  Las manos se le congelaron humedecidas... ¡tenía que encontrarlo!  Empezaba a deprimirse, pero tenía un propósito y ella jamás se desviaba de sus propósitos.  Si algo tenía claro era su determinación y la fe ciega en sus temores.   La sensación acostumbrada de fracaso empezó a apoderarse de ella y sus “hasta hace un segundo “ aires de audacia y atrevimiento, daban paso a sus fobias. 
Ya se abotonaba la camisa cuando pasaron dos hombres al lado de ella hablando inglés.  Por lo que pudo entender de su conversación, venían del palacio de las esencias. La mención del sitio, la envalentonó, y gracias a su inglés de principiante averiguó dónde quedaba.
Llegó al quinto piso y dio con la puerta indicada.  Al entrar le pegó un olor fuerte que supuso era el de las esencias de queso.  Cuando caminaba hacia la recepcionista, sentía la garganta seca.  ¿Cómo iba a preguntar? ¿Existiría tal cosa?  Miró a su alrededor buscando auxilio, ya a punto de hacer marcha atrás, cuando una gordita con voz dulce y melodiosa, le hizo la pregunta clave a la señorita.
—¿En qué departamento están las esencias... —dejó escapar una risita relinchona— que me van a conseguir un novio cariñoso?  Con una sonrisa comprensiva, le señaló un pasillo a la derecha.
Ella corrió, los tacones repicando sobre el piso de madera.  Aguasanta detrás.  Al fondo del pasillo, la gordita, pulsó un timbre al lado de una puerta verde, abriéndose ésta inmediatamente. 
Entraron al recinto y Aguasanta no podía creer lo que veía: estantes de pared a pared y de techo a piso, atestados de botellas de todos tamaños.  La gordita, atropellada de impaciencia, se preguntaba, en voz alta, si no había un catálogo, o algo.  Se acercaron a uno de los estantes y allí, ordenadamente y en cada repisa, había una lista detallada de todo lo expuesto.  Tuvo que recorrer varios estantes hasta que encontró la botella que buscaba, una gruesa con una etiqueta grande que abarcaba su contorno, y en letras azul marino se leía: Esencia para la Seducción ¾llevaba un librito de instrucciones atado a su cuello.  Se la envolvieron en un papel marrón.  Pagó y se fue con una media sonrisa en sus labios sin pintura.
Detuvo un taxi en la calle y le pidió que se apresurara.  Tenía que llegar a su casa antes que su mamá; no tenía ganas de explicaciones.  Abrió la puerta sigilosamente, subió las escaleras en puntillas, pero de dos en dos. Ya en su cuarto le echó el cerrojo a la puerta.  Le pegó la oreja a la puerta y había un silencio absoluto. 
Corrió las cortinas, encendió la luz, lanzó la cartera encima de la cama y se sentó en el borde —sentía el corazón desbocado por el ajetreo y la anticipación.  Desenvolvió el paquete con cuidado.  Soltó el nudo que ataba al librito de instrucciones y se recostó en la cama a leerlo con detenimiento.  Lo leyó varias veces, pero no encontró los ingredientes.  En fin, le daba igual, ella estaba decidida.  La formula constaba de tomarse tres cuartas partes del líquido en tres días, y darse un baño esos tres días con el cuarto restante. Decidió comenzar inmediatamente.
Marcó la botella en tomas y bebió lentamente la primera porción ¾sabía a agua fresca de manantial.
Preparó la bañera, vertiéndole la cantidad que le tocaba y se sumió en el agua sin perfume.  Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación de calma que sentía.  Más  que agotada —sedada— por el baño tibio, se deslizó sin fuerzas un camisón largo de batista.   Anudo con dificultad la doble vuelta acostumbrada del lazo que amarraba al cuello, y al poner la cabeza sobre la almohada, cayó en un profundo sueño.
El reloj despertador sonaba repetitivamente —a intervalos— con ese abominable chirrido de despiértate, estúpida.  Entreabrió los ojos con pesadez y se estiró como una gata perezosa. 
Sonámbula, fue al baño y encendió la luz; apretó los ojos pues la claridad, la agredía con saña.  Abrió los ojos progresivamente, mientras el espejo le devolvía una imagen borrosa.  Tomó el cepillo y comenzó a cepillarse el cabello.  Como cosa rara, el cabello no se peleaba con el cepillo —le provocaba dejárselo suelto.   Acercó la cara al espejo, guiñando los ojos para enfocar mejor.  Le pareció que sus facciones estaban ganando fortuna... se retiró abruptamente.  El resultado no era así, había que esperar tres días, además, ella todavía desconfiaba.  Pero se vistió más rápido, y desabotonó el primer botón de su camisa con alivio. 
Fue a su trabajo y se devolvió, pues no se dio cuenta que era sábado.  Pasó el día en una especie de modorra, leyendo, comiendo y huyéndole a su mamá.
A la seis, igual que el día anterior, cumplió con el rito del baño y la toma de la poción correspondiente, y se acostó enseguida.
Al día siguiente se levantó tarde, avergonzada, pues no era usual en ella perder el tiempo, decidió ir a una exposición de artesanía.  Se abrochó los jeans con dificultad, pensando malhumorada que, quizás, había engordado un poco.  Al pasar por el espejo del armario, se volteó de espaldas y dio un vistazo sobre su hombro ¡le quedaban ajustados en el trasero! 
Tomó el autobús.  No había ni un puesto vació como los que a ella le gustaban.  Fue hasta atrás y encontró uno al lado de un muchacho.  Hubo de pasar encima de él —el puesto vacío era al lado de la ventanilla— justo cuando el autobús arrancaba.  Ella casi se cae si no es porque él la sostiene fuertemente por un brazo.  Le dio las gracias y al sentarse juntó los pies —la mirada perdida más allá del ventanal.
—¿Esos anteojos pesan mucho?, le preguntó respetuosamente el muchacho.  Ella lo miró, pero no se sonrojó, sino que abrió más los ojos, que a causa de las lupas se veían inmensos.
—No, contestó sin timidez.
—Oye, quítatelos un momento, es imposible que nadie tenga los ojos tan grandes.  Se los quitó con delicadeza, ella, sin parpadear, le clavó la mirada.
—Seguro te han dicho esto antes, ¡tienes unos ojos bellísimos, y qué colorido tan extraño...!, una banda azul marino por fuera, rellenos de un amarillo atigrado.  El muchacho se removió inquieto en su asiento,
—perdóname el atrevimiento, no soy un tipo de esos descarados que andan atacando mujeres desconocidas.  Ella se colocó los lentes de nuevo y volteó otra vez hacia el ventanal. En ese momento el autobús se detuvo en su parada. Sin mediar palabra con el extraño se levantó y se bajó.  Cuando el autobús reanudó la marcha, Aguasanta sonrió con su boca pintada.
Extenuada del paseo, llegó a su casa al final de la tarde.  Dividió la última porción de la poción en dos partes: la parte para el baño, la mezcló con aceite de azahares de la India; la restante la bebió, sorbo a sorbo, mientras su cuerpo se relajaba, sumergido en el agua caliente y perfumada.
Se acostó con apenas una camiseta puesta.  El contacto de las nalgas tibias al deslizarse dentro de las sábanas frías, la estremeció de gusto.
Temprano, se vistió con intención.  A la camisa blanca, le remangó las mangas y desabotonó los primeros tres botones.  Dobló la cinturilla a la falda azul marino, acortándola por encima de la rodilla, un cinturón ancho le abrevió el talle.  Hacía calor, y estrenó las sandalias de plataforma —sin esperanza de estreno— que le había regalado su mamá.
La figura que proyectó el espejo la detuvo, y contemplándose con holgura, sonrió satisfecha.  Agitó la melena sedosa, colgó un morral al hombro y salió sin porta viandas —hoy le provocaba probar el restaurante chino de la esquina.  Salió cantando, su tono de voz era grave.
Allá en el baño, sobre el tope de la bañera, quedó la botella de esencia vacía.  En su interior, al reverso de la etiqueta, la leyenda decía: Ingrediente: AGUA PURA DE MANANTIAL.