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Wednesday, December 15, 2010

Espejito, espejito... ¿quién es la más bella?

Mira a su alrededor y lo único que ve son piernas interminables que no necesitan medias de nylon para embellecerlas ― se baja la falda. Piensa que todas tienen cintura de avispa, al contrario de ella que al pellizcarse cree descubrir unos rollitos detestables en la misma. Se agacha a tomar una revista de la mesa y le llama la atención los senos generosos de una que tiene al frente. Muy generosos, piensa y debe ser la época, porque varias los llevan iguales, al tiempo que ojea con disimulo dentro de su escote y llega a la conclusión que no es que la franela le queda grande sino que no hay mucho con qué llenarla. Tiene la vista clavada en la revista, sin embargo, siente miradas censurables incrustadas en ella... ¡Qué agonía siente, Dios mío!
Recuerda que de pequeña ella era la más linda de sus hermanas, eso decía la gente. No así su mamá, ya que ella no regalaba cumplidos porque y que crecían engreídas. Pero a medida que avanzaba el tiempo y ella tomaba conciencia, notó que iba perdiendo su gracia y cambiaba para peor.  La nariz respingona, desarrolló un gancho en la punta ― y eso, esperaba, lo corrigiese la primera cirugía. Los ojos eran más o menos… siempre y cuando un tic nervioso no los arrugase. Los labios nunca fueron muy apetitosos, que digamos, pero le horrorizaban las inyecciones de silicona; todo esto  completaba la visión de su rostro entristecido. Su cuerpo  carecía de una descripción actualizada ya que le huía a cualquier cosa que intentara descubrirle la imagen en su totalidad… ¡Para qué amargarse más la vida!
Se levanta porque la llaman y es su turno; camina arrastrando los pies, contemplando el piso. Entra a la antesala del consultorio y ahí, escondido de su vista, un espejo de cuerpo entero la detalla: piernas interminables que no necesitan medias de nylon para embellecerlas, una cintura que jamás hubiera necesitado un corsé, senos pequeños, pero túrgidos. El rostro apacible y hermoso de facciones perfectas súbitamente se torna compungido cuando advierte su reflejo y baja la cabeza abruptamente, dando por terminada la visión… Con la cabeza gacha y hombros derrotados camina hacia el consultorio, todavía abrumada por una semejanza que ya no reconoce.

Wednesday, November 17, 2010

Amor en el aire

Se encontraron en el mismo sitio, se sentaron en el mismo banco: el penúltimo junto a un árbol frondoso que les daba sombra, y frente al lago de los patos. Ella, como otras veces, les lanzaba pedacitos de pan, los cuales ellos engullían veloces. 
La luz del sol era tenue, porque ya el otoño entraba, pintando las hojas de múltiples tonos de rojo y naranja, que luego caerían suavemente sobre el camino, convirtiéndose en una alfombra ocre que lo tapizaba. La brisa fresca la hizo abrazarse, ciñéndose la chaqueta de algodón. Volteó la cara hacia él, las mejillas arreboladas y sonrió con dulzura.
Él, miraba al frente y de vez en cuando ojeaba su perfil: empezaba por el cuello largo, suave, blanco como el marfil y allí, ensimismado, deslizaba la mirada por la curva de la barbilla, que sabía tenía un gracioso hoyuelo, estacionando la vista en los labios carnosos, que de vez en cuando, arrojaban besitos o sonreían. Luego, vislumbrado, sus ojos saltaban a la nariz, subiendo la cuesta empinada hacia la frente, donde remontaban las ondas de su cabellera brillante y ondulada, que la brisa agitaba festiva.
Sin voltearse, ella estiró el brazo que antes alimentaba a los patos y le pasó los dedos suavemente por la espalda, y él, contuvo la respiración: era la primera vez que lo tocaba. Entonces, ella sacó una galletita del bolsillo de su chaqueta y la puso en el banco, a su lado, sobre una servilleta. Él se la comió.
De pronto, una pelota roja que rodaba, se detuvo frente a ellos; detrás venía corriendo y resoplando, un niño regordete. Rápido, antes de que él pudiera reaccionar, ella se inclinó y se la entregó al niño. Éste resumió su carrera, perseguido por la madre, quien a gritos le pedía que se detuviera. 
Ella miró su reloj y se levantó. Le dijo: ― hasta mañana amigo y se fue pateando hojas multicolores que encontraba a su paso.
Él, brincó del banco y se fue por la vereda opuesta, saltandito, meneando su cola color caramelo, ladrándole eufórico a los pájaros que volaban frente a él. 

Wednesday, November 10, 2010

Yo sin lentes no veo

    La mañana es asoleada, pero fresca.  Una mujer de cabello corto, suave y brillante, que salta a su rítmico andar; de rostro limpio, ojos verde esmeralda, labios tersos y carnosos; cuerpo firme ¾busto espectacular¾, se dirige al café y se sienta a una de las mesas que está al aire libre.
    Llama a un mesero... él se acerca con el menú, ella le hace señas con la mano de que no precisa uno, y ordena un té de kiwi con pera para acompañar una ración de fruta del día.
    Unas mesas más allá, están una pareja.  
    El señor, de cabello canoso, casi blanco ¾muy atractivo¾ con lentes de pasta, elegantemente trajeado de gris plomo ¾hace que lee el periódico, pero observa a la mujer.       
    La señora es  estilizada, su fisonomía interesante y refinada.  El mesero le ofrece a la señora el menú; ella se pone unos lentes que saca de la cartera, busca lo que desea y ordena; toma una agenda de la mesa, la hojea. 
    El hombre pide un café,  y mira al frente pues algo llama su atención.   La mujer, que come la  fruta lentamente entre sorbos de té, levanta la cara y sus miradas se entrecruzan.  Ella se endereza, sonríe, y levemente toca los labios con la servilleta de tela; al devolverla al regazo, cruza las piernas con premeditación y sigue comiendo, como si nada.
    El hombre sin perderla de vista, dobla el periódico y lo pone sobre la mesa.  Saca disimuladamente una tarjeta del bolsillo de la chaqueta, garabatea algo al respaldo y la guarda de nuevo en el bolsillo.  De pronto la señora le dice algo al hombre, toma su cartera, se levanta, y se pierde en el interior del café.
    La mujer termina de comer y pide la cuenta ¾el mesero se la entrega.  Continúa hacia la mesa de los señores y les sirve los cafés ¾el hombre le pone la tarjeta en la bandeja, haciéndole señas que se la lleve a la mujer.
    Cuando ella recibe la tarjeta, le da un vistazo, la guarda en su cartera, paga, se levanta, y se va sin voltearse.
    La señora vuelve a la mesa, él le comenta algo y los dos se ríen.
    La mujer, dobla la esquina,  y ya fuera de vista, abre la cartera con prisa, saca de la cartera la tarjeta y unas lupas, se las pone y lee: Lucas de Alburquerque y Damas, la voltea y al reverso dice: “Señorita, a mi hija y a mí nos daría mucho placer que nos acompañase a compartir una mañana tan hermosa como usted, atentamente, su admirador.”
    La mujer corre de vuelta al café... el mesero recoge, pues ya todas las mesas se encuentran vacías y unos nubarrones predicen tormenta. 

Monday, October 25, 2010

Bésame, bésame mucho

Cada vez hay más mujeres solas y hombres solitarios; la automatización de la vida lo facilita y lo propicia. Las diferentes culturas nos muestran, reiteradamente, el tema del distanciamiento del hombre y la mujer, tratándolo de múltiples maneras.

Los dos están tan ocupados, que no hay tiempo ni para rozarse... El más leve contacto, trae fricción de pieles y eso motiva sensaciones que se cercenan, para no facilitar el acercamiento... porque quita tiempo. 

Como en una película muda, en acelerada velocidad, el reloj despertador marca las 6:00 a.m., y ella corre a levantar a los niños —él se ducha y se viste.  Ella prepara el desayuno, él se desayuna con los niños —ella se ducha y se viste.  Se despiden con un beso al aire,  y salen raudos y veloces, cada uno a su tarea. 

Ya es irrelevante si ella trabaja o no; una vez, ése, fue el pretexto.  Ahora, hasta el ama de casa, está sumamente atareada, llevando y trayendo a los niños del colegio. Cuando no, atendiendo a sus tantas ocupaciones: las actividades recreativas de los niños, lo social, la hora de aeróbicos, la peluquería... la casa. 

Él, mientras tanto hace, lo que siempre han hecho ellos, trabajar.  Sin embargo, no puede perderse la hora de gimnasio o el partido de tenis, o el golf... y el trago, al final de la jornada, para bajar la presión. 

La vida contemporánea los empuja a vivir aprisa, donde no hay espacio para acariciarse, llorar, ni reír juntos —el ahogar los sentimientos, abona la frustración y la apatía. 

Con el paso del tiempo, los hijos crecen y hacen su vida; mientras la falta de cercanía, los conlleva al aislamiento. 

Ellos terminan reemplazándolas a ellas por un microondas; ellas, por un control de televisión.

Monday, October 18, 2010

Me gustas tú y tú y tú... y solamente tú

Hace su entrada,  enfundada en un estrecho traje corto rojo de seda que le remarca la generosa y voluptuosa figura.  Avanza hacia la barra, balanceando sinuosamente las caderas al caminar.  Las miradas masculinas, hipnotizadas, persiguen su vaivén, cuando ella pasa a su lado rozándolos y  emborrachándolos  con la estela de su perfume.
Ella se deja caer, suavemente, en el banco.  Ladeándose,  cruza las piernas,  abre la cartera y saca una cigarrera de plata que brilla en la penumbra; extrae un delgado pitillo, lo golpea varias veces sobre el metal.
Al fondo, del otro lado de la barra y sentado de espaldas, está un hombre hablando con el  cantinero. El hombre se voltea, se endereza, acomodándose el traje, y se ajusta la corbata.  
Ella hace un ademán de sacar algo de la cartera y ya el hombre está allí, la llama oscilante de su encendedor, iluminando su hermoso rostro; levanta una ceja, hace un puchero con los labios carnosos color carmín.  Le toma las manos entre las suyas, protegiendo la llama y enciende su pitillo.  Él se sienta al lado de ella y la envuelve con la mirada.
¡CORTE!                     
Las luces se encienden.  Se da por terminada la filmación.  Ella toma su abrigo y sale del bar. 
Camina hacia la esquina, entra a otro bar.  En la antesala, se quita el abrigo y se dirige hacia la barra a empellones, apartando el gentío que se agolpa cerca de la barra que, a esa hora, está atestada de hombres y mujeres.  Se escurre entre dos hombres, y debe quedarse de pie, ya que los bancos están ocupados.  
A duras penas logra sacar un cigarrillo de su cartera, busca el encendedor, y cae en cuenta que no lo lleva.  Se voltea, mira a uno de los hombres, levanta una ceja, aprieta los labios rojos —éste le señala un aviso de NO FUMAR.    
Los dos hombres se levantan, se toman de las manos y se van.