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Friday, September 21, 2012

La esencia de la seducción


Se cepillaba el cabello áspero, contemplándose en el espejo.  Ni que me lo cepille un millón de veces, será sedoso —simplemente, no lo tengo, dijo murmurando, y descansó el cepillo contra el tope del lavamanos.  Acercó la cara al espejo y mientras pasaba sus manos frías por el rostro, reflexionaba con detenimiento acerca de sus pobres facciones... Si fueran ricas, serían sensuales, pensó.     Aguasanta, no lo tienes... repitió en un tono cansado, viejo... añejo para sus veinticinco años.
Se vistió mecánicamente.  Primero, una blusa blanca, almidonada, de manga larga, ajustando el cuello con el primer botón; seguidamente, abotonó los demás.   Luego la falda gris de pana –aquella igual a la gris y a la azul marino– y los tacos anchos, gris ratón.  Pasó de refilón frente al espejo, y temerosa de su imagen completa ¾corrió a la peinadora.  Al colocarse sus lentes, culo de botella,  descubrió una arruga en las pantys gruesas, color carne ¾la alisó y templó su falda, hasta cubrir bien las rodillas. 
Cerró las cortinas, tomó su cartera, y salió cerrando suavemente la puerta de la habitación.  Pasó por la cocina, tomó su porta viandas, ya preparado, y salió silenciosamente.
Al llegar a la calle, caminó dos cuadras y bajó a la estación del metro.  Mientras esperaba el tren, observó boquiabierta, en el andén contrario, la enorme foto de una joven, cuyos labios carnosos y rojos, de dientes blancos y relucientes, sonreían —su sedosa melena ondeaba al viento.  Apretó sus labios sin pintura, justo cuando el tren  llegaba. 
Entró apresurada y tropezó con un hombre que salía, quien la insultó.   Estaba repleto.  Tuvo que pegarse peligrosamente a los que estaban de pie, de cara a los que van sentados, aferrada a la agarradera, como si su vida dependiera de ello.  Sentada frente a ella, una muchacha más o menos de su edad, leía una revista.  Las piernas cruzadas, la piel lustrosa, la falda corta, ceñida sin ser vulgar.  El perfume era tan sofisticado como el escote, no muy pronunciado... Pero ahí estaba, se le salía por los poros que lo tenía.   Miró a su alrededor y le pareció que todos miraban a la del body... instintivamente se llevó la mano a su cuello abotonado, y enrojeció.
Llegó a su destino.  Subió a la calle, y caminó cien pasos hasta la Biblioteca Pública.   Al entrar, saludó a la recepcionista.  En el segundo piso, dio la vuelta al pasillo, entró a su oficina, y cerró la puerta.
A la hora de almuerzo, salió a la calle con el porta viandas y su monedero.   Cruzó la calle hacia la plaza y se sentó en el banco acostumbrado  —escondido detrás de las azaleas— junto al comedero de los pájaros que usualmente compartían su almuerzo.   No iba ni por el tercer bocado cuando las oyó.  Eran cuatro y hablaban todas a la vez, como las urracas parlanchinas.
—Sí chica, hay de todas las esencias que quieras...  ¿Sabes cómo supe del lugar?  Bueno, un día me compré un champú de papaya... que si el cabello quedaba suave, que si era un acondicionador excelente... ¡Anda! cuando abrí el frasco, olía a pura papaya, ¡tan pura que me revolvió el estómago! 
—Tú sabes, le decía a la morena que tenía a la derecha... ese olor a vomito que tiene a veces la papaya.  Yo pensé, pero bueno, cada vez que hacen un champú, se llevará por lo menos una entera, ¡y de las tropicales! Resulta que son esencias, chica.  Mi amiga Rosa —la cosmetóloga— me contó de un sitio, donde hay todas las esencias, habidas y por haber.
            —O sea, que eso de pura fresa, por ejemplo, es mentira. 
—Esencia, nada más, dijo la morena. 
La tercera preguntó: y que si... para el amor, la fidelidad... ¿para esas cosas, también hay?  La del medio la miró fijamente, y le contestó sin parpadear: Rosa dice que hay un cuarto, al fondo, que tiene de todo... ¡todo lo que una pueda desear!
            —¡Nooooo...! gritaron al unísono las otras dos.
Aguasanta ya había terminado de comer hacía rato.  Faltaban minutos para que comenzara el turno de la tarde, pero no se movía, estaba clavada en el banco, pendiente de la conversación.
—¿Y dónde queda este palacio de esencias?  Muero por ir, murmuró la morena.  Y yo, susurró la otra. 
—¿Quéee... ustedes van a fabricar champúes?, espetó burlona la del medio. 
—Noooo... ¡pasapalos!, corearon las otras dos y se rieron todas como locas.
La parodia de los tres chiflados la tenía frenética.  Aguasanta, miró su reloj, nerviosa, ya era la hora de volver al trabajo.  De pronto la del medio se levantó, y comenzó a caminar.  Las otras la imitaron y la siguieron... Aguasanta, como un autómata, detrás.  
Trató de seguirlas lo más cerca que pudo.  Cuando se detenían a ver vitrinas, ella lo hacía también.  Anduvo unas cinco cuadras y ya los pies le estaban pidiendo un descanso.  Se desabotonó el botón del cuello de la camisa, pues el calor era insoportable; la falda se le pegaba y la conciencia le dolía —nunca en cuatro años había faltado a su trabajo, y menos aun sin dar aviso.
            Las urracas se detuvieron frente a un edificio gris de fachada sucia.  Vieron hacia arriba y entraron, en fila, por la puerta estrecha.  Aguasanta espero un instante e hizo lo mismo. 
            Repasó el directorio. ¿Bajo qué nombre estaría?  Lo leyó varias veces y no decía nada que tuviese que ver con esencias.  Las manos se le congelaron humedecidas... ¡tenía que encontrarlo!  Empezaba a deprimirse, pero tenía un propósito y ella jamás se desviaba de sus propósitos.  Si algo tenía claro era su determinación y la fe ciega en sus temores.   La sensación acostumbrada de fracaso empezó a apoderarse de ella y sus “hasta hace un segundo “ aires de audacia y atrevimiento, daban paso a sus fobias. 
Ya se abotonaba la camisa cuando pasaron dos hombres al lado de ella hablando inglés.  Por lo que pudo entender de su conversación, venían del palacio de las esencias. La mención del sitio, la envalentonó, y gracias a su inglés de principiante averiguó dónde quedaba.
Llegó al quinto piso y dio con la puerta indicada.  Al entrar le pegó un olor fuerte que supuso era el de las esencias de queso.  Cuando caminaba hacia la recepcionista, sentía la garganta seca.  ¿Cómo iba a preguntar? ¿Existiría tal cosa?  Miró a su alrededor buscando auxilio, ya a punto de hacer marcha atrás, cuando una gordita con voz dulce y melodiosa, le hizo la pregunta clave a la señorita.
—¿En qué departamento están las esencias... —dejó escapar una risita relinchona— que me van a conseguir un novio cariñoso?  Con una sonrisa comprensiva, le señaló un pasillo a la derecha.
Ella corrió, los tacones repicando sobre el piso de madera.  Aguasanta detrás.  Al fondo del pasillo, la gordita, pulsó un timbre al lado de una puerta verde, abriéndose ésta inmediatamente. 
Entraron al recinto y Aguasanta no podía creer lo que veía: estantes de pared a pared y de techo a piso, atestados de botellas de todos tamaños.  La gordita, atropellada de impaciencia, se preguntaba, en voz alta, si no había un catálogo, o algo.  Se acercaron a uno de los estantes y allí, ordenadamente y en cada repisa, había una lista detallada de todo lo expuesto.  Tuvo que recorrer varios estantes hasta que encontró la botella que buscaba, una gruesa con una etiqueta grande que abarcaba su contorno, y en letras azul marino se leía: Esencia para la Seducción ¾llevaba un librito de instrucciones atado a su cuello.  Se la envolvieron en un papel marrón.  Pagó y se fue con una media sonrisa en sus labios sin pintura.
Detuvo un taxi en la calle y le pidió que se apresurara.  Tenía que llegar a su casa antes que su mamá; no tenía ganas de explicaciones.  Abrió la puerta sigilosamente, subió las escaleras en puntillas, pero de dos en dos. Ya en su cuarto le echó el cerrojo a la puerta.  Le pegó la oreja a la puerta y había un silencio absoluto. 
Corrió las cortinas, encendió la luz, lanzó la cartera encima de la cama y se sentó en el borde —sentía el corazón desbocado por el ajetreo y la anticipación.  Desenvolvió el paquete con cuidado.  Soltó el nudo que ataba al librito de instrucciones y se recostó en la cama a leerlo con detenimiento.  Lo leyó varias veces, pero no encontró los ingredientes.  En fin, le daba igual, ella estaba decidida.  La formula constaba de tomarse tres cuartas partes del líquido en tres días, y darse un baño esos tres días con el cuarto restante. Decidió comenzar inmediatamente.
Marcó la botella en tomas y bebió lentamente la primera porción ¾sabía a agua fresca de manantial.
Preparó la bañera, vertiéndole la cantidad que le tocaba y se sumió en el agua sin perfume.  Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación de calma que sentía.  Más  que agotada —sedada— por el baño tibio, se deslizó sin fuerzas un camisón largo de batista.   Anudo con dificultad la doble vuelta acostumbrada del lazo que amarraba al cuello, y al poner la cabeza sobre la almohada, cayó en un profundo sueño.
El reloj despertador sonaba repetitivamente —a intervalos— con ese abominable chirrido de despiértate, estúpida.  Entreabrió los ojos con pesadez y se estiró como una gata perezosa. 
Sonámbula, fue al baño y encendió la luz; apretó los ojos pues la claridad, la agredía con saña.  Abrió los ojos progresivamente, mientras el espejo le devolvía una imagen borrosa.  Tomó el cepillo y comenzó a cepillarse el cabello.  Como cosa rara, el cabello no se peleaba con el cepillo —le provocaba dejárselo suelto.   Acercó la cara al espejo, guiñando los ojos para enfocar mejor.  Le pareció que sus facciones estaban ganando fortuna... se retiró abruptamente.  El resultado no era así, había que esperar tres días, además, ella todavía desconfiaba.  Pero se vistió más rápido, y desabotonó el primer botón de su camisa con alivio. 
Fue a su trabajo y se devolvió, pues no se dio cuenta que era sábado.  Pasó el día en una especie de modorra, leyendo, comiendo y huyéndole a su mamá.
A la seis, igual que el día anterior, cumplió con el rito del baño y la toma de la poción correspondiente, y se acostó enseguida.
Al día siguiente se levantó tarde, avergonzada, pues no era usual en ella perder el tiempo, decidió ir a una exposición de artesanía.  Se abrochó los jeans con dificultad, pensando malhumorada que, quizás, había engordado un poco.  Al pasar por el espejo del armario, se volteó de espaldas y dio un vistazo sobre su hombro ¡le quedaban ajustados en el trasero! 
Tomó el autobús.  No había ni un puesto vació como los que a ella le gustaban.  Fue hasta atrás y encontró uno al lado de un muchacho.  Hubo de pasar encima de él —el puesto vacío era al lado de la ventanilla— justo cuando el autobús arrancaba.  Ella casi se cae si no es porque él la sostiene fuertemente por un brazo.  Le dio las gracias y al sentarse juntó los pies —la mirada perdida más allá del ventanal.
—¿Esos anteojos pesan mucho?, le preguntó respetuosamente el muchacho.  Ella lo miró, pero no se sonrojó, sino que abrió más los ojos, que a causa de las lupas se veían inmensos.
—No, contestó sin timidez.
—Oye, quítatelos un momento, es imposible que nadie tenga los ojos tan grandes.  Se los quitó con delicadeza, ella, sin parpadear, le clavó la mirada.
—Seguro te han dicho esto antes, ¡tienes unos ojos bellísimos, y qué colorido tan extraño...!, una banda azul marino por fuera, rellenos de un amarillo atigrado.  El muchacho se removió inquieto en su asiento,
—perdóname el atrevimiento, no soy un tipo de esos descarados que andan atacando mujeres desconocidas.  Ella se colocó los lentes de nuevo y volteó otra vez hacia el ventanal. En ese momento el autobús se detuvo en su parada. Sin mediar palabra con el extraño se levantó y se bajó.  Cuando el autobús reanudó la marcha, Aguasanta sonrió con su boca pintada.
Extenuada del paseo, llegó a su casa al final de la tarde.  Dividió la última porción de la poción en dos partes: la parte para el baño, la mezcló con aceite de azahares de la India; la restante la bebió, sorbo a sorbo, mientras su cuerpo se relajaba, sumergido en el agua caliente y perfumada.
Se acostó con apenas una camiseta puesta.  El contacto de las nalgas tibias al deslizarse dentro de las sábanas frías, la estremeció de gusto.
Temprano, se vistió con intención.  A la camisa blanca, le remangó las mangas y desabotonó los primeros tres botones.  Dobló la cinturilla a la falda azul marino, acortándola por encima de la rodilla, un cinturón ancho le abrevió el talle.  Hacía calor, y estrenó las sandalias de plataforma —sin esperanza de estreno— que le había regalado su mamá.
La figura que proyectó el espejo la detuvo, y contemplándose con holgura, sonrió satisfecha.  Agitó la melena sedosa, colgó un morral al hombro y salió sin porta viandas —hoy le provocaba probar el restaurante chino de la esquina.  Salió cantando, su tono de voz era grave.
Allá en el baño, sobre el tope de la bañera, quedó la botella de esencia vacía.  En su interior, al reverso de la etiqueta, la leyenda decía: Ingrediente: AGUA PURA DE MANANTIAL.


Sunday, May 27, 2012

Renny Ottolina, animador: El número uno... Rhona Ottolina, Politólogo



     Estoy en casa de mi mamá de regreso de una entrevista y suena el timbre de la puerta principal; es Rhona. Con los ojos brillantes me dice: -¡vamos a hacerlo ya! Nos damos los abrazos y besos correspondientes y la hago pasar. Ella mira a su alrededor, -¡de verdad que esta casa es bella!, se ve vivida, dice. Pasamos a la terraza amplia con vista al jardín hermoso de mamá. Se queda contemplando una jaula de periquitos, y me mira con angustia en sus ojos enormes:-dame un trago prima, yo no tomo, pero sin un trago no puedo hablar de mi papá.
     Yo tuve bastante trato con Renny. Rhona y yo no solamente nos conocemos, somos primas lejanas, y nos hemos considerado familia desde siempre, nos queremos de siempre, por lo tanto, comprendo su sentir. Ella estaciona su silla de cara al jardín, y quiere contemplar la tarde. Yo corro a buscar los tragos.
     Traigo una botella de whisky y dos vasos. Yo tampoco tomo, pero este preambulo me indica que yo también lo voy a necesitar. Sirvo los dos con pepsi, y chocamos los vasos.

¿Un aroma particular que te lo recuerde?
     Mira chica, yo me acuerdo que mi papá salía del baño, salía de su cuarto, y la casa olía toda a ese olor... ahora, me matas y no me acuerdo del nombre de la colonia. ¡Sabes, me acordé!, creo que era Aramís, que estaba de moda en esa época. Estoy hablando de hace muchos años; pero era, bueno, su aroma particular, todo sabroso y rozagante, ¡olía sabroso! Pero había otro aroma... un aroma familiar ese aroma del cual está impregnada la almohada, del cual está impregnado el cuarto en las mañanas, que tú sabes que es tu familia, ¿no?, ¡que no es lo mismo que el mal aliento! -se ríe a carcajadas- ¡por favor!. Estamos hablando de un aroma familiar. Bueno, era un aroma muy particular, no lo puedo describir con palabras, pero ciertamente sólo lo podía oler si él estuviera aquí. ¡Olía a papá.

¿Un momento de aliento?
                ¡Tantos momentos de aliento! -Se le agrandan los ojos, hay un silencio triste, y le corren las lágimas; a mí también. Es tierno y profundo su recuerdo- ¿Por qué siempre pienso que cuando voy a hablar de mi papá va a ser más fácil? Además, que cuando me hablas de momentos de aliento... -habla llorando y pide un pañuelo- tiene que ver con los momentos más difíciles de mi vida, aquellos cuando el accidente. Él me dio muchos momentos de aliento, los que más tengo que recordar son esos. Antes de contártelo, sí me gustaría decirte que tuve la suerte de aprender a querer a papá, mucho tiempo antes de que muriera. Muy poca gente sabe lo que tiene antes de que lo pierde. Yo ya lo quería muchísimo, toda la vida, toda la vida lo quise muchísimo. Desde chiquita tuve una relación muy especial pero ciertamente cuando tuve el accidente, eso nos unió mucho más, y ahí aprendí, no solamente a quererlo como lo quería: despreocupada y espontáneamente, sino que aprendí a quererlo  porque además supe, desde el mismo momento en que me caí en la piscina, que era mi pilar, mi soporte, en todo el proceso. Y los momentos de aliento eran diarios. Yo estaba ahí, acostada en una camilla, que me volteaban cada dos horas, boca arriba, boca abajo. Cuando me tocaba estar boca abajo, se metía debajo de la camilla y se acostaba justo debajo de mi en el piso y quedábamos cara a cara. Él pasaba horas hablando conmigo, tratando de sentir lo que yo estaba sintiendo, compartiendo sus pensamientos en esos momentos. Todo el proceso, de traer médicos de afuera; ver como evolucionaba; involucrarse directamente; estar pendiente del más mínimo músculo que se pudiera recuperar o no, hacer todo lo imposible. Pero si te puedo decir que los momentos de más aliento, fueron los de mayor angustia. Me recuerdo especialmente la primera navidad que pasamos, después del accidente. Fue por supuesto, para toda la familia una navidad muy triste, especialmente para él. Era un veinticinco de Diciembre, estábamos sentados en la cocina solos él y yo... Yo no sé porque yo recuerdo ese día como el día más triste de toda mi vida. Nunca había sentido una tristeza tan profunda. Era así como un hueco muy hondo, muy íntimo, donde nada, ni nadie me llegaba. Y estaba sentada en esa silla de ruedas muy aparatosa por cierto, donde me amarraban la cabeza porque se me caía. Toda con tubos, toda amarrada así, siendo yo misma dentro de aquel cuerpo, ¿no?; y era de mañana, y estaba sola ahí estacionada, como un coroto, en eso llega papá. Entró y abrió la puerta, me vio ahí, solita, agarró una silla y se me sentó enfrente y se le salieron las lágrimas. Me miró y me dijo: hija, yo sé que estás triste, yo sé que está muy mal, pero yo quiero que tú sepas que en los momentos más difíciles de tu vida, cuando te sientas más desesperada -me agarró las manos- yo quiero que tú sepas que siempre contarás con un par de hombros donde apoyarte... ¡me alivió mucho! En ese momento traté de abalanzarme hacia él, para apoyarme en sus hombros, en eso  me apartó y me dijo: ¡No!, en tu hombro derecho, y en tu hombro izquierdo, porque si yo te ofrezco los míos y te digo que tienes que contar conmigo, te estaría engañando. Porque algún día yo te puedo faltar. Pero no te olvides nunca que tu hombro derecho y tu hombro izquierdo, nunca te van a faltar... luego me abrazó. Lloramos mucho, pero me dio una gran lección, porque era verdad. Nunca, nunca, nunca, me dio aliento, debilitándome. Nunca buscó la parte débil ni la parte lastimosa, siempre me ayudó dándome fortaleza. Y ese fue el camino, esa fue la pauta que él marcó y así me enseñó. Hoy en día puedo estar aquí feliz de la vida, hablando contigo, en capacidad de hablar contigo. Si él no hubiese sido así , tal vez, hoy, no hubiese sido posible.

¿Una cualidad que quería esconder?
     Era muy sentimental, era un niño. ¡Era muy cariñoso! Tal vez él trataba de tener toda una pantalla del hombre furioso, estricto, el hombre severo en muchas oportunidades. Pero para mí tenía una gran cualidad, su ternura. Era como un niño. Él revestía eso definitivamente con su carácter y sus arranques. Aunque ya en la última étapa de su vida, él trataba de dominar y corregir esa impetuosidad de carácter en que estallaba muy a menudo, sobre todo en su oficina y en su trabajo. A él le temblaban. Mi papá entraba por una puerta y las personas -lo adoraban- pero le tenían pánico. El tenía unos estallidos tremendos de carácter, donde mandaba a callar al que fuera y lo sacaba de la oficina, y punto. Me imagino que en los comienzos de su vida, él lo utilizó como un arma para ir surgiendo, impóniendose en su medio, que era un medio tan difícil, además. Pero ya en la madurez de su vida él estaba como corrigiendo eso. Estaba madurando, para que tú veas, madurando y suavizando esas facetas de su carácter y después que tenía esos arranques, se arrepentía profundamente. Y cónchale, quería ir y pedir perdón, excusarse. En alguna oportunidad, creo que hasta lo llegó a hacer. Pero no era el tener que excusarse, sino el lograr no tener los arranques, lo que más le importaba. Esa era una gran cualidad de papá, sus sentimientos.

¿La pregunta que nunca le hiciste?
     Nunca le hablé sobre su vida sexual, por ejemplo, -se ríe- ¡jamás...! Para mí él era mi papá. Podía ser hombre, podía ser todo lo que él quisiera, pero ese aspecto de hombre con una vida activa sexualmente, ¡jamás! Para mí , mi papá  era tabú en ese sentido. A pesar de toda la cercanía que tuvimos tal vez eso sería lo único de lo cual nunca, nunca ni me atreví, ni quise, ni me interesó hablarle. No sé si es porque él murió y yo tenía veintitrés años y de los diez y nueve a los veintitrés, pues yo tenía otros asuntos más importantes de que ocuparme, que estar indagando sobre la vida sexual de mi papá. No, ese fue un aspecto de su vida del cual nunca hablamos. Nunca hablamos como hombre y mujer, en ese nivel. En otros tantos, sí, incluso aconsejarme como actuar con mis novios o con mis conflictos de pareja, pero nunca, nunca quise saber de la vida sexual de mi papá.

¿Una chuchería?
     Sí era chuchero, como no, pero no sé si era dulcero, yo creo que no. Y era con la comida. Me recuerdo en la época que él y yo nos fuímos a vivir a Londres, y estábamos de vacaciones juntos. Él recién divorciado, y yo recién graduada. No teníamos ataduras, ni límites, ni responsabilidades que nos pararan. Nos fuimos juntos a viajar, él y yo. Yo invité a una amiga. Y por cierto me acuerdo que me dijo: este será el verano más bello de toda tu vida, y así lo recordarás. Yo me decía: ¡no hombre, este típo esta loco! Con todo lo que me falta a mi por vivir y todas las cosas más divinas que voy a hacer, y mira, dicho y hecho ese fue el mejor verano de mi vida. Sé que nunca tendré otro igual, porque sé que nunca podría compartirlo con alguien como él. Serán distintos, nunca como ese. Ese fue un verano inigualable, viajamos en automóvil por toda Europa, nos dedicamos a comer y engordar -nos reímos las dos. O sea, las consecuencias subsiguientes, se las debo todas a él de todos los años de dieta. Porque estábamos desayunando y ya íbamos preparando que íbamos a almorzar. No habíamos terminado de almorzar opíparamente cuando él ya estaba degustando qué y dónde íbamos a comer,lo que íbamos a ordenar, y no era cualquier comida. ¡Cómo gozamos! Vivíamos en Londres, me acuerdo en Piccadilly, y él bajaba a la panadería inmediatamente debajo del edificio, y se traía un "loaf" de pan (así como un pan Holsum grandote, pero entero sin rebanar) recién hechecito, exquisito, calentico. Lo picaba por la mitad: mitad para tí, mitad para mí, me decía. Se traía una barra de la mantequilla más cremosa y salada, un trozo de queso, y ahí empezábamos a desayunar, para comenzar a discutir adonde íbamos a almorzar. Así que ¡te podrás imaginar!, esos eran sus planes de chucherías.

¿Una regla estricta?
     Disciplina y obediencia... me recuerdo de jovencita, era a tal hora, y a tal hora nos estaba esperando furioso si no llegábamos, pero furioso, y teníamos que volver de donde estuviéramos y cumplírselo. Y creo que esa regla se ralajó un poco cuando una vez en Italia, un poco más grandecitas, obstinadas de la tal hora, teníamos que regresar a las doce de la noche y llegamos ¡a las cuatro de la madrugada! Por supuesto, a las cuatro de la madrugada, ¡te podrás imaginar! no nos atrevíamos a entrar así que vimos por la cerradura de la puerta, porque era un apartamento con una sala inmediatamente después de la cerradura, unas cerraduras de esas antiguas, grandes. Me acuerdo que yo lo veía clarito; él estaba sentado en una poltrona que estaba al lado de la puerta, con una luz leyendo un libro. Se nos hizo un poco más tarde de las cuatro por la discusión en la puerta de quién entraba primero. Rina, siempre más valiente en esas cosas, más desfachatada, diría yo, tocó la puerta. Con la llave abrió y entró, y atrás calladita entré yo, tranquila como si yo no hubiese estado allí... papá se levantó, nosotros esperando la tempestad, se nos queda viendo, cerró su libro y se va a dormir sin decir palabra. ¡No nos dijo nada! ¡No lo podíamos creer! ¡Pero nada!. Ni allí, ni entonces, ni después. Yo no supe como tratarlo, si era que estaba tan furioso que nos quería matar y prefirió irse a dormir, o si era que estábamos muy grandotas, y él iba a relajar su disciplina en ese sentido. Esa fue la primera vez que me asusté más por no haberle cumplido, y nos hizo menos. Marcó una pauta, yo creo que después no fue tan estricto.

¿Una paliza memorable?
     Sí, no se me olvida, fue después de vieja, por eso no se me olvida. Además que nunca nos dio palizas. Nalgadas oportunas en cada momento de la infancia mientras se crecía, sí. Pero a los diez y nueve años recuerdo una paliza memorable, que tampoco fue una paliza, fue una pela memorable. Yo me estaba comportando "un poco" fuera de tono y de tónica y mi papá decidió un día, subir a mi cuarto, a pararme literalmente el trote. Cerró la puerta y me dijo: ¡ven acá! Esto es para que te recuerdes que sigo siendo tu papá, y tú mi muchachita, y me tienes que obedecer. Me agarró, me puso sobre sus rodillas, me bajó el pantalón y me dio dos nalgadas. Yo me paré, con la misma me subí mi pantalón indignada y ahí nos mantuvimos las miradas un buen rato. Él se salió del cuarto. No sé si es porque se tenía que ir, o porque simplemente me miró a los ojos, - se ríe-. Esa fue una paliza memorable.

¿Un momento de retozo?
     ¿Retozos? Ah, bueno, eso era a cada rato. Sobre todo cuando me podía alcanzar más, que era después del accidente que no me podía escapar, ¿no?. Estaba yo muy instalada en mi cama, de esas camas grandes, de esas que se llaman hoy en día: "adjust-a bed". Ahí vivía yo muy apoltronada viendo mi televisión y él llegaba. Yo cuando veía que él se quitaba los lentes, decía: ay papá, no, ¡que fastidio!, porque yo ya sabía que ese gesto de quitarse los lentes era que se iba a instalar en la cama a acurrucarse a mi lado, a fastidiarme, literalmente, porque a mí no me gusta que me estén amapuchando. Yo no soy muy cariñosa físicamente. Entonces él se me encaramaba en la cama, me empujaba, que no lo necesitaba porque la cama era bien grande. Se acurrucaba y empezaba a fastidiarme. Me movía la pierna. ¿Porqué me mueves la pierna, papá?, yo estoy cómoda. Hay que moverte la pierna porque el médico dijo que la circulación... Y empezaba con toda una explicación médica. Eso era a cada rato, ¡y que él tenía que moverme! Y yo: papá, ¡basta, no te soporto!, ¡quítate por favor! -ella ríe- Y sí recuerdo una vez en Los Angeles, un día muy particular, que me dijo: está bien, ya vas a ver (así como con una voz de reparto, así como un muchachito malcriado), pero el día que te falte, te va a hacer falta que te venga a fastidiar, te vas a acordar. Cerró su libro, siempre andaba con un libro, y se fue a leer para otro lado. -Rhona suspira... Y es verdad, hoy me hace falta.

¿Un instante amoroso?
     Para mí su vida entera fue un instante amoroso. Todos los instantes con él fueron amorosos... conmigo particularmente. Para mí él era una fuente cariño constante, aunque no estuviera presente y aunque me estuviera armando un zaperoco. Su vida la recuerdo con un amor, amor que le brotaba por los poros hacia mí, hacia todas sus hijas, hacia su familia. Ya como mujer adulta ahora comprendo que él atesoraba su familia por encima de todas las cosas. Porque mi padre era un perrito callejero. Me explico: papá era huérfano de madre desde que nació. Su mamá murió a consecuencia del parto. Su papá, el abuelo Pancho muy querido y recordado, pero era "bebedor y jodedor", como dicen por ahí. Y la madrastra con quién se casó, no quería a Renny. Total, que papá vivía en la calle o en casa de algún amigo; dormía con los perros, en los bancos de las plazas. De ahí que atesoraba y adoraba a su familia y se volcaba en ella aunque realmente pasaba muchas horas ausente de la casa trabajando. Aunque yo nunca lo sentí ausente realmente.
Toda su vida entera, para mí, fue amor. Un derroche de amor hacia el hogar, nos adoraba.

¿La característica de él que encuentras en ti?
     Yo con él siento una particular simbiosis, encuentro muchas características de él en mí. Hay mucha identidad la hubo siempre entre ambos. Mis explosiones de carácter por ejemplo, igualita a él; mis intentos de corregirlos, igualito a él.  Nos gustaban las mismas cosas. Sentíamos las cosas de la misma manera. Nos expresábamos del mismo modo, además había un gran compañerismo entre los dos. No sé, hay una fibra en el carácter que siento una total identidad con él. Siempre nos identificamos. Había algo entre él y yo que era muy especial. Y muy probablemente él también sentía lo mismo hacia mí que yo hacia él, era totalmente mutuo.

 ¿Una frase hiriente sin darse cuenta?
     ¿Frases hirientes?, también, - se ríe- Es que eran tan pocas, las cosas así, que me hizo, como lo de la paliza, que las recuerdo clarito. Pero lo hacía totalmente sin darse cuenta. Después del accidente y a raíz del accidente, mi vida se convirtió en la de él. Si él hubiese podido dar su vida para que yo viviera, él lo hubiese hecho, y de hecho yo creo que así lo hizo. Yo recuerdo una vez, era a dos, tres años del accidente, me llevaba a cenar con mi médico a quién llegué a adorar. Siempre íbamos los tres, y yo me sentía muy bien, porque me sentía persona con ellos. Todavía quedaba un ápice de la mujer que yo alguna vez fui. Ellos dos me querían, admiraban mi lucha, y me hacían sentir como la mujer más importante, y mejor del mundo. Yo ahí, un pedazo de carne atada a una silla de ruedas, así era como me sentía yo. Ellos sin embargo, me llenaban con la estima que me tenían ambos. Entonces llegamos a un restaurante y papá se puso a discutir, muy seriamente, muy pacientemente con el médico. Él no se resignaba a verme así. Para él yo era una mujer demasiado valiosa, y él tenía que verme realizada, completa, feliz. Y su obsesión se convirtió en que yo tenía que lograr ser mamá. Él no aceptaba el hecho de que mi vida como mujer hubiese terminado y de que yo no hubiese podido realizarme como mujer y como madre. Y era tanta su pasión, que él estaba hablando con el médico como si yo no estuviera ahí. Y en una de esas le agarra la mano al médico y le dice: Mira chico, y sí el asunto es que si hay que hacerle inseminación artificial a esta mujer, se la vamos a hacer, porque ella va a ser madre. -Rhona se ríe nerviosa. Cónchale papá, no me ayudes tanto vale, no me levantes tanto los ánimos, gracias. O sea, él tratando de solucionar mi problema, no se dio cuenta que estaba hiriendo la fibra más profunda de cualquier mujer. Como diciendo, quedó tan mal, está tan averiada, es una cosa tan horrorosa, que nadie la va a querer, así que la tendremos que inseminar. Pero bueno si hay que inseminarla la inseminamos, ¿no?. Yo "coye papá", entonces me miraba muy orgulloso y feliz de la solución que había encontrado, y me miraba y me agarraba la mano. Al rato me ve a mí con unos lagrimones, y entonces como que cayó en cuenta. Se voltea, me agarra y me dice: ay no mi amor... pero si yo no te quería ofender mi amor... tú vas a ver... tú vas a estar muy bien... te van a querer mucho. Y no hallaba como remendar el capote. Bueno, sí papá está bien. Eso me hirió, me dolió, pero eran puras buenas acciones.

¿La primera decepción, de ambos?
     Yo, decepción como tal, jamás tuve de mi padre. De verdad que no. Ahora, el único gran desaire que yo le hice a él, algo así como una reprimenda para con él, fue a raiz de su salida de la televisión venezolana. Él con su inquietud de comunicar y hacer lo que él nació para hacer, -se sonríe- incursiona en el cine. Entonces el tuvo una única y sóla película, que era una coproducción española recuerdo, la cual se llamó: "Mamá no es nada, es solo un juego". Él, muy orgulloso me invita a ver su obra, su primera producción internacional. Y empiezo a ver eso. Y empiezo a ver eso, cada vez más aterrada. Primero, que la película era pésima, y segundo que la temática era tenebrosa. "Mamá no es nada, es solo un juego", se trataba de un hombre enfermo, sicópata, que le gustaba maltratar a las mujeres, la madre no quería ver la enfermedad del hijo, y lo encubría. Yo no sé como terminó la película, porque a mitad de la película me salí. Abrí la puerta del cine, que era un sesión privada por cierto, dí un portazo y me fui para afuera. Me le planté en la puerta y lo esperé a que él saliera detrás de mí, y le dije: Nunca me esperé esto de ti, es una porquería, agarré y me fui. Caray, más nunca hizo cine. Debut y despedida. 

¿El sublime momento de orgullo?
     El sublime momento de orgullo lo sigo viviendo hoy. Y lo vivo todos los días, siempre a cada momento, es inevitable. El sublime momento de orgullo ni siquiere puedo decir que estuvo en vida restringido a la vida de mi padre. Donde sea que yo voy, en cualquier rincón del país, no importa con quién yo pueda hablar o comunicarme, la estela de amor, de respeto, de admiración y de cariño, que dejó mi padre en el corazón de este pueblo... es mi sublime momento de orgullo. Ese es su monumento, él único que le han hecho es este país pero el más valioso y el que más se merecía. Y esa fue su herencia, y ese fue su legado. Indiscutiblemente murió en la gloria que era lo único que él quería.

¿Un reproche?
     Sí te puedo decir que era un poco mujeriego, un poco bastante. Se peleaba con mi mamá, y mi mamá con él, y por ahí vinieron los únicos reproches. Para mí nada trascendente, nada que valga la pena, son hechos de la vida. A todo el mundo le puede pasar. Yo creo que todo problema en pareja lo debe resolver la pareja y es problema de la pareja y punto. Ahí no hay partes de, ni espectador que valga. Si tal vez hubo reproches, puede haber sido por esas flaquezas humanas que él tuvo.

¿Una morisqueta?
     Si recuerdo una morisqueta muy tipica de él. ¡Era llorón!, no podíamos ver películas juntos, porque ya cuando venía la parte sentimental, tú lo veías que se bajaba los lentes, nos veíamos las caras, y hacía pucheros: abuuu... y ahí llorabamos los dos. Esa es una morisqueta que recuerdo con cariño de él.

¿Supersticioso?
     No creía en el factor suerte, pero se consideraba muy afortunado. Tan afortunado que decía que él tenía tanta suerte, que tenía suerte para repartir. Y mientras más repartía, más suerte tenía. Supersticioso así de números, no, no conocía de feticherías. Tal vez si conocía de factores causalísticos en la vida, en eso si creía. Causa y efecto y el poder del pensamiento tenaz, y el saber que si tú estás en armonía contigo mismo llegas a donde debes de llegar. Creer en tí mismo, tener "timing". Se consideraba un hombre afortunado. Él siempre decía: a todo el mundo le cuesta trabajo llegar adonde yo llegué. A mí no, a mí me fue muy fácil. Además, gozé un puyero haciéndolo, y además me pagaron para hacerlo.

¿Un sueño que nunca alcanzó?
     Ser Presidente de la República, ser presidente del país que amó. Gobernar a Venezuela porqué la quería mucho. Ese fue un sueño que él nunca alcanzó y es un sueño del que nunca gozarán los venezolanos, lamentablemente. Estoy segura que la muerte de mi padre cambió el destino de Venezuela, estoy segura de que eso fue así. Venezuela sería otra. La historia contemporánea del país, se hubiese escrito de otra manera con la sola presencia y dirección de Renny Ottolina.

     Tal vez en este instante valga la pena recordar otro momento donde su presencia, su apoyo, marcó el resto de mi vida -su voz gime-. Ya yo vivía en los Angeles en una casa espectacular que él encontró, para que yo tratara de vivir lo mejor posible, estuviera lo más feliz posible dentro de mi circunstancia. Porque eso sí, él no escatimaba. Ser más generoso no he conocido. No solamente con nosotros como hijas, sino con todo el que lo rodeaba, era un hombre espléndido. Generoso material y espiritualmente, porque él estaba dando constantemente de sí. Conversar con papá era una enseñanza constante, aunque fuera la mayor nimiedad. Todo el tiempo tú estabas aprendiendo, no porque él todo el tiempo estuviese haciendo filípica, sino porque su verbo, era una enseñanza constante. Me acuerdo un día que estaba yo bien triste, ahí en una poltrona, aplastada literalmente, con el peso de mi dolor, y en eso se acerca, y se me queda viendo, y me dice: "la verdad mi amor, es que estás bien jodida", -risas- , palabras textuales. Tú juras que te va a decir una cosa alentadora: "la verdad mi amor es que está bien jodida". Y tú sabes lo peor de todo mi amor, es que nadie se va a parar por ti, nadie en este mundo. Ni el mundo va a detenerse, ni a moverse más lento por tí. ¿Así es que sabes una cosa mamita?, que si quieres echar para adelante, vas a tener que hacer el doble o el triple de esfuerzo que cualquiera, para llegar aunque sea a lo normal. Mírame lo que te toca si quieres sobresalir. Bueno ve a ver qué haces. Y con la misma se paró y se fue. Yo me quedé pensativa: cónchale papá, eso era todo lo que me tenías que decir, papá. Y bueno, era verdad pues. Esos eran sus cariños, verdades crudas y rotundas. 

¿Cuál fue su mayor motivo de orgullo, con respecto a ti?
     Él se sentía orgulloso de que yo fuera su hija, con eso le bastaba. Así como yo me sentía orgullosa de que él fuera mi padre. Yo creo que papá apreciaba mi presencia de carácter y mi manera de enfrentarme a la vida en términos generales, y de luchar contra los obstáculos. No importa si era montando a caballo (que le encantaba verme) ¡Ah!, no le importaba que perdiera. Claro, se ponía furioso porque no aceptaba que uno perdiera en nada. Pero me decía: mi amor, no importa si pierdes, por lo menos eres la más elegante de la cancha, -ella ríe divertida con el recuerdo alegre-. Él difrutaba con la presencia de carácter, no solamente la mía, de cualquier ser humano. Y tal vez él no se sabía que él era la fuente de inspiración de esa presencia de carácter. Así como él me inspiraba a mí, él decía que él recargaba sus baterías conmigo. Cuando él se sentía muy deprimido en su oficina, levantaba el teléfono, y llamaba a Los Angeles. Llamaba a aquella muchachita, a aquella hija suya que estaba bien jodida, pero que le estaba echando pichón. Y así nos nutríamos mutuamente. Siempre nos queríamos mucho, siempre. Papi y yo nos cargábamos las pilas, como decía él. Él decía que cuando uno amanecía deprimido o decaído, que eso era que las pilas del organismo estaban descargadas, y uno lo que tenía que hacer era que esperar al día siguiente que ellas iban a amanecer más cargadas. Y es verdad, tienen razón. Uno no debe desesperarse cuando está decaído, porque el día siguiente es otro día y lo más probable es que al día siguiente amanezca con las baterías más llenas, más cargadas.

¿Lo que nunca alcanzaste a decirle?
     Si se me apareciera por un momento yo le diría que lo mejor que me ha pasado en mi vida, es haber sido su hija. Tal vez él no lo sabía, pero creo que él ya lo sabe. Eso me gustaría decírselo.

¿Qué aprendiste de él que quieres trasmitirle a tus hijos?
     Fortaleza, espíritu de lucha, espíritu de superación, y de que aquello que emprendas, no importa lo que sea, trates de hacerlo lo mejor que puedas. Poner el mayor esfuerzo de tu vida en ello. Yo creo que si se lo preguntas a mi hija, ella ya lo aprendió. Te lo digo porque me estaba haciendo una revisión de la entrevista que tú me entregaste para hacer este libro y cuando llegamos a ese punto, ella me dijo: - imita la voz de su hija-, mamá ese debe ser el espíritu de lucha, ¿verdad? Sí mi amor, lo heredas de tú abuelo y yo te lo transmito. ¿Te gusta?, si mamá, yo lo entiendo. Y seguimos adelante. Me gustó mucho.

¿Qué te costó su vida pública?
     Responsabilidad... y además no te exige sino un mayor reto, porque la vara con la que se te mide es una vara muy alta de alcanzar. Muy, muy exigente y muchas veces no todos los hijos de hombres de gran talento podemos nacer o tener la ambición o el talento conque nacen nuestros padres. De mí ha exigido primero una gran responsabilidad hacia con mi padre porque él murió en una labor pública. Él murió con un legado que él le dejó al país, una función de servicio hacia la nación. Yo sentí de alguna manera que esa fue la herencia que él me dejó, una responsabilidad. Solamente que mucho menor equipada que él, porque cuando él muere él es un hombre de una talla considerable, y me deja un fardo pesado, ¡y cónchale!, mi circunstancia es otra. Sin embargo, quise asumirlo, hice sólo lo que pude, pero sí todo lo que pude; y trato de seguir haciéndolo sin pretender llenar el paltó que llevaba mi padre, pero sí con la responsabilidad y la dedicación que él hubiese esperado de mí. Eso es lo que te dejan los padres que tienen un talento y que tienen proyección pública. Te dejan llenos de cargas y responsabilidades, de retos muchas veces más grandes que uno. Y no te queda sino pasar tu vida angustiada y tratar de llenarlos. Yo vivo angustiada y vivo tratando de dar la talla.
     Papá murió muy joven. Nadie se imagina, a menos que saquen cuentas y lo concienticen, que mi papá era un chamo de cuarenta y ocho años, perdón, tres meses recién cumplido sus cuarenta y nueve, era un bebé, ¡y había hecho tanto! El reto es inmenso y la problemática que me dejó para resolver, también. Porque Venezuela es otra, y uno de los factores por la cual es otra es porque él no está.

¿El instante en que pasó de ser padre a ser hombre?
     En esos momentos de la adolecencia, donde uno se las sabe todas pero no se las sabe nada y lo único que tiene de seguro, es la inseguridad. En esa época, que también se estaba divorciando, él decidió que iba a ser mi amigo, y mi mejor amigo. Los padres, estamos hablando del comienzo de los años setenta, tenían que además de ser padres ser amigos. Yo me puse furiosa y tuvimos un altercado y un encontronazo. Yo le decía: ¿y porqué tú vas a ser mi amigo?, yo no quiero que tú seas mi amigo. Tú sabes la cantidad de amigos que yo tengo, tengo bojotes de amigos. Tú eres mi papá y yo quiero que tú seas mi papá y no voy aceptar de que tú seas ninguna otra cosa sino mi papá. Entonces yo creo que ahí él tuvo el intento de pasar de padre a amigo, pero yo no se lo permití. A mí, el papá que yo tenía me parecía un tronco de amigo, y no pensaba cambiar de parámetros. Siempre fue mi papá, -se le quiebra la voz- mi padre amigo. Y nunca para mí tuve esa sensación, tú sabes, cuando uno crece, ¿no? y se da cuenta de que padre no es todo, sino que además es un hombre. Esos momentos que los hijos aprendemos a ver a los padres en su justa medida, que nos damos cuenta que no son todo aquello que pensábamos, sino que además de ser los padres, que es el todo para uno, son hombres y que tienen sus limitaciones y debilidades. Bueno, a mí eso no me pasó con mi papá. Siempre la dimensión que le di fue la dimensión que él mantuvo. Cuando entendí que además de ser padre era un ser humano, con sus pros y sus contras, nunca disminuyó de talla, ¡jamás! Siempre tuvo la grandeza que pensé que él tenía. Y no lo digo idealísticamente porque él ya se murió y no está, no, te repito, yo tuve la oportunidad de aprender a querer a mi papá y a apreciarlo en vida, yo no lo aprendí a querer más después de que se fue. Yo lo quise mucho siempre.

¿Cómo aspiraba tu padre a que lo recordaras?
     Tal como lo están recordando con amor, aspiro a que lo recuerden tal cual. Fue un hombre que nació con suerte. ¿Tú sabes que mi padre nació de pie y enmantillado?, eso es auténtico. Solamente con nacer de pie el pueblo dice que es de suerte. Solamente nacer enmantillado, el pueblo dice que es un manto de suerte. Bueno, él tuvo la bicoca de nacer de pie y enmantillado. Ahora el pueblo lo recuerda como el quería que lo recordaran, con amor. Como algo insuperable, como algo inolvidable, como alguién que nadie podrá sustituir y es así de hecho. Él es insustituible.

Friday, March 16, 2012

Nombre de flor



Margarita se llama y le fastidia que a su mamá no se le hubiese ocurrido otra cosa más original y que ella tuviese que cargar con ese nombre el resto de su vida. Claro… siempre cabe la posibilidad de que hubiesen terminado diciéndole Marga, que a fin de cuentas recordaba a “amarga”, menos mal que no se fueron por ahí, o que una prima, ya que Margarita es hija única, le hubiese montado un apodo. Sí… algo así como Ita, porque la prima apenas hablaba y el nombre se le hacía muy largo… ¡Eso hubiera sido infinitamente peor!
Además, insiste en su frustración… de todas las flores, ¿ésa? No, sé… ella ha debido, protesta Margarita, consultar un libro de flores; los hay y bien explicativos, con significados dignos, soberbios… ¡memorables!
Por ejemplo,
Azalea: alegría de amar… no está mal, pero le dirían para fastidiar, ¿Azotea?
Begonia: cordialidad… ¡Uyy no, ¡qué aburrido! Además, es nombre de vieja de principios de siglo.
¿Y Camelia? Ah, mira, hay camelias de colores: blanca es orgullo por rechazo, roja es amor ardiente (¿qué…? camelias rojas… ¡interesante!) Rosa, admiración y deseo de seducir… seducción, romanticismo… Hummmm, creo que le gustaría esta camelia rosa.
¿Qué tal Dalia?: reconocimiento… no, no, no… pienso que se quedaría con Margarita.
Fresia: gracia, no está mal, y tiene una amiga con ese nombre y es un amor…
Gardenia: sinceridad, buena cualidad… ¿pero qué si la niña resultara una mentirosa compulsiva de nacimiento?
Hortensia: que blanca significa capricho y verde: déjame esperar… ¡Se conformaría con Margarita!
Iris: ¡Ay!: qué bonito… ternura y las blancas: te amo con confianza… Y amarillas, te amo con alegría… Cómo empalagoso el nombre, ¿no? ¡Nada sexy!
Jazmín: ¡Epa, upa! Amor voluptuoso… ¡Quiero ser todo para ti! Esa última parte es como acosadora…
Lila: hay blancas: amor renaciente y malvas: amor fuerte… para ser justa, tendría que ser medio malva clarita para que no fuera tan intensa…
Loto: elocuencia… pero sólo se justificaría con que fuera japonesa, porque las analogías con la lotería, ¡acabarían volviéndola más loca todavía!
Narcisa: sólo te quieres a ti… Ya uno comienza la vida engreídamente, esta no sirve.
Orquídea: seducción, sensualidad… belleza suprema… ¡Demasiado sexy!
Iba a mencionar a Petunia, pero significa obstáculo, y oye, abrir los ojos a la vida con obstáculo por nombre, ¡es en sí, un obstáculo y valga la redundancia!
Rosa es tan común como Margarita… sí, es la favorita en el día de San Valentín, pero… me quedo con Margarita.
Tulipán: mi amor es sincero… está bien, pero el nombre es así como rebuscado, ¿no?
Verónica y Violeta son contradictorias, la primera: fidelidad, la segunda: amor oculto… los amores ocultos a veces son emocionantes y la fidelidad a toda costa, a veces aburrida…
       ¡Ah, pero fíjate, con el cuento me salté a Margarita!: estima y confianza. Blancas “Eres la más bella”, azules “Creo en ti” y rosas o violetas “Eres la que más he amado nunca”…
¡Pero bueno Margarita! No es nada corrientico el nombre y creo que tu mamá tuvo toda la razón en ponértelo. Así es que déjate de tonterías y acéptalo de una buena vez y cuando te empiecen a fastidiar con lo de siempre de “me quieres… no me quieres”, recuerda que eres la más bella, porque él cree en ti y eres la que más ha amado nunca. Tus amiguitas sólo están verdes de envidia, porque eres la que tiene loco al más deseado de la clase.

Así es que, ¡mándalas a deshojar a otra Margarita!

Tuesday, August 9, 2011

ATRAPADO

Cuento corto en dos entregas

Bip… bip… bip… Aún bate acompasado, tranquilizando mi esperanza. El olor a éter me revuelve el estómago y las sienes me laten, martillando profundamente el dolor. Me molesta el tubito del oxígeno en la nariz y al voltearme de lado, el cable del suero me enreda. Ahora entra una y me inyecta algo en la mano, que no duele… bendito sea el catéter. Ahhh… ¡estoy cansado de sufrir! Hace poco vino otra y me iluminó el ojo buscando una pupila dilatada; no la encontró, pero me despertó. Detesto este lugar, no hay respeto, no hay alivio.
Despierto, la agonía es continua de saber a mi Clarissa espiándome día y noche, viendo una mejoría que no existe, anticipando una curación que quizás no llegue. Y la niña, mi niña linda, me atiborra de menjurjes y me  atormenta con una grabación curativa que me susurra al oído: visualiza verde y azul…verde y azul… Están tan agotadas de no dejarme ir, como estoy yo de luchar contra ellas y acabar de una vez. Dormido, los sueños de sangre y máscaras negras que abren sus bocas feroces tragándome, me prohíben el descanso. Deseo vivir como era antes: fuerte, pleno, lleno de optimismo. Nunca más seré ese hombre, ¿o sí?
Una mujer en la esquina llora, pobre, ese llanto propio de las mujeres, el de la tristeza, ese que parte el alma. El que escucho en casa detrás de las puertas, que brota libre cuando ellas no me creen cerca. Dos camas más allá, un hombre maldice; esos son los que se salvan de la pelona, los que se rebelan. Yo me alcé hace cuatro meses, ahora estoy hastiado de luchar; hago el esfuerzo por ellas, como siempre. 
Al fondo veo a un hombre de bata blanca que me sonríe. Se acercan Clarissa y Lucía, una luz brillante se enciende detrás de mí. ¡Qué demacrada estás amor…! No aguanto esta lucha estéril convertida en mueca que circunda tu boca bella, mi dulce Clarissa. Tan fuerte y suficiente… ¡Si ocurriera un milagro!
Augusto, no me dejes, no podría vivir sin ti. No soy lo que piensas, mi amor…
Hago un esfuerzo en vano por levantar la mano, acariciarle la cara, besarla… Le ordeno al cerebro y se rebela. Clarissa amor… Lucía, hija, no llores así.
—Papá –entre sollozos- si tú te vas… La voz ahora apenas un susurro.
        ¿Qué dices, hija? Una lágrima se cuela sin permiso; estoy mal, oigo absurdos, la cabeza me da vueltas, las voces se alejan. Clarissa en cámara lenta –la imagen desenfocada- se abalanza sobre mí. Lucía abre la boca enorme en un grito mudo, corre una enfermera, el compás se rompe… ¡Prendan la luz!
        Abro los ojos y miro a mi alrededor, estoy en un cuarto solo. No hay monitores. Un parabán de tela blanca y arruchada en los extremos, tapa la salida. Me enderezo temeroso y lo logro con agilidad. Estoy libre del suero y del oxígeno. Al palparme no me siento los huesos. Me abrazo y la sensación es de apretar un almohadón. Tomo aire y lo boto con fuerza. Pongo un pie en el piso, luego el otro. Me elevo levemente, asombrado. Planto los pies en el piso y camino hacia el parabán con paso firme, descorro la tela con aprehensión. Allá, al fondo está Clarissa, encimada a alguien que yace sobre una cama. Lucía se agita histérica, mi yerno trata de controlarla.
        Me acerco descalzo con pasos tímidos. El médico que sonreía me intercepta. Veo por encima de su hombro al tiempo que Clarissa se voltea hacia mí. Mi alegría desbordada no se entiende con su desolación. Salgo a su encuentro, pero el médico me agarra por un brazo, deteniéndome.
    No te ve ni te oye. La voz ronca silencia el ambiente.
Viro lentamente y grito lo más fuerte que puedo, nadie se entera. Veo mi cuerpo en la cama rodeado de cables. La palidez mortal resalta las ojeras violáceas y mi cabello canoso, abundante, lo reemplaza un turbante de vendajes. Un hombrecito enjuto, sumido dentro de las sábanas, me representa.
—Sí, estás muerto. El médico me lleva tomado por los hombros hacia el cuarto del parabán. Las piernas me tiemblan, levito levemente, él me asienta con fuerza en la cama y se acomoda a mi lado.
—Siempre es así, no importa lo mucho que se desee en medio de la agonía, cuesta trabajo aceptarlo… Sacude la cabeza y mira hacia abajo, entrecerrando los ojos. —Es tan definitivo…
—Pero no vi que flotaba encima de mi cuerpo. Y… y el túnel, la luz, no vi nada de eso, le digo casi eufórico, convenciéndome.
—Esas son presunciones. Lo de “Vida después de la vida”, son testimonios comerciales y no del todo veraces. La realidad, es que hace diez minutos expiraste, sin sufrimiento. Estabas en coma desde anoche,  me dice sonriente, dándome palmaditas en la espalda.
—Pero vi a Clarissa, me dijo…
—Sí, el coma sigue siendo un misterio.
Él adivina mi pregunta y mirándome a los ojos me dice que es mi ángel de la guardia. Salto de la cama, asentándome en el piso. Al ponerme de pie delante del espejo, constato que no hay reflejo.
—Ajá, ¡y los ángeles sí existen! Tú eres un ángel. Lo señalo y el sonríe. —Pero sí eres hasta feo y retaco, él deja de sonreír.   
—Bueno, los catires de dos metros son ganchos comerciales -visiblemente molesto- y si no nos apuramos te vas a quedar con esa bata verde y el vendaje en la cabeza eternamente. Nosotros sabíamos –considerando tus referencias- que ibas a distraerte, aunque parece que me equivoqué contigo: sólo los imprevistos cuestionan tanto.
—Quiero ver a Clarissa una vez más.
—Mi misión habrá acabado cuando te lleve al hogar, rindes cuentas y puedes regresar y visitarla en paz.
Salgo del cuarto cabizbajo, al fondo depositan en una camilla mi cuerpo desnudo, el pecho etiquetado y numerado que alistaron para la morgue, cubierto con una sábana. Clarissa va a su encuentro despidiéndose y con una ternura inmensurable, descubre mi cara, toma mi cabeza con ambas manos y besa mi frente gélida. Mis lágrimas ruedan voluntarias, sin vergüenza, correspondiéndole. El ángel me toma por el brazo apresurando el paso.
Afuera en el pasillo me encuentro de pronto con Lucía caminando apresurada, los ojos amoratados de llanto. Viene directo hacia mí, creo que me traspasa, pero me esquiva, pasa a través del ángel y sigue su camino.
—Todavía no eres un fantasma, me aclara.
Un sentimiento singular flota de mí, consolando su tristeza, ¡mi niña adorada! Le doy gracias a Dios por Ramón –un hombre bueno- que la cuidaría por mí. Me volteo con nostalgia y noto extrañado que ella discute airadamente con él. El ángel sigue su camino sin mí. Observo desconcertado como Ramón la empuja con saña y se va. Lucía se sienta en el suelo –la espalda contra la pared- abrazándose las rodillas; entierra la cabeza en las piernas, sollozando lastimosa. Me acerco, sentándome al lado. 
—Ay papá, ¡cómo te quiero! Le masajeo el cuello con una mano mientras ella se mece rítmicamente, gimiendo bajito: —¿por qué él no es como tú…? Sonrío comprensivo y acaricio su cabeza. ¡Deseo tanto calmarla!
—Es maléfico, nunca supiste papá… dice entre sollozos. Súbitamente llega el ángel y me alza por un brazo, disgustado. Ella se endereza, sorbe las lágrimas y busca algo a su alrededor, perpleja.
¿Supe qué? Alcanzo a gritarle mientras el ángel me lleva lejos de ella, y sin decir palabra, me arrastra pasillo abajo. Yo protesto, pero él me sujeta con fuerza hasta que llegamos a la salida del hospital.
El ángel consulta su reloj y me dice que el espacio está por cerrarse y que debemos apurarnos.
—¡No me puedo ir todavía!
—Augusto, las almas que no se elevan, aumentan de espesor. La tristeza de habitar el mundo de los vivos y no poder participar, les pesa. Con el tiempo la entrada se cierra y el ascenso a mundos superiores se dificulta.
—Cuando esté listo me adelgazaré.
Clarissa pasa cerca de mí, abrazada por la cintura -entrelazados los afectos- consolada por mi suegra. Voy tras ella. El ángel me argumenta sin persuadir. La suegra mete un maletín en la parte de atrás de la camioneta y me cuelo rápidamente detrás de él. El ángel golpea mi ventanilla, trato de  bajarla, no lo logro y la suegra arranca a toda velocidad. El ángel corre al lado, gritándome, pero los vidrios sellan la comunicación. Finalmente se cansa y queda en medio de la calle, desolado.
Mi amor, quiero decirte algo. La suegra le agarra la mano a Clarissa y con lágrimas en los ojos y la voz cargada de emoción, le confiesa: Augusto era uno de los seres humanos más especiales que conocí en mi vida, tuviste mucha suerte, hija. Clarissa mira al frente, ensimismada.
¡Caray, suegra! Por lo que uno tiene que pasar para oír semejante afirmación.
—Eres joven –continuaba la suegra- tienes la vida por delante…
Clarissa irrumpió a llorar de una forma desconocida.
—Mamá… hace unas horas descubrí que Augusto era el aire que yo respiraba y ya me estoy ahogando.
Llegamos a la casa, la suegra arrulla a Clarissa en sus brazos.
—Ten fuerza hija, Lucía te necesita.
—Ella comienza su vida, mamá, y te equivocas, la mía llegó hasta aquí.
Clarissa solloza de nuevo. Ese llanto peculiar alebresta en mí una ansiedad insólita que me clava al asiento y que por poco me deja encerrado en la camioneta. Corro detrás de ellas y me deslizo por la abertura semiabierta de la puerta principal. Calculo el espacio, engatusándome que no he aumentado de grosor. Clarissa cierra la puerta.
Me quedo de pie en el salón, admirándolo todo como si fuera la primera vez. La soledad pinta las paredes y empolva los muebles. La melancolía opaca las cortinas, que solamente hace unos días, era de flores alegres. Estoy aquí, pero no pertenezco. No me atrevo a subir detrás de Clarissa, la proximidad de la intimidad me produce dolor.
Ella baja las escaleras, de negro cerrado, una rosa blanca en la mano aviva su desgracia. ¡Mi querida Clarissa! Pasa a mi lado esquivándome y se sienta en mi silla. Se acomoda, pone la rosa en el regazo, se reclina en la poltrona, quitándose los tacones, uno por uno, con los pies. Me le siento al lado en el puff. Se ve casi infantil, su cara es lisa, demasiado para la edad; ni siquiera los días interminables de horror, deformaron su belleza. Aspiro la flor y hundo la cara en ella creyendo percibir la fragancia fresca. Pongo mi mano encima de la suya y así nos quedamos un buen rato, compartiendo nuestra pesadumbre.
La suegra rompe el sortilegio, apurándola que ya es la hora del funeral. Clarissa quita la mano con cuidado, toma la flor y la besa con amor. Se levanta y al ponerse los zapatos, mira hacia mí, suspira y se va.
Llegan luego, ya no sé calcular el tiempo. No quise ir con ellas, sentí pánico de no poder regresar. Además, siempre evite los funerales, el mío, ¡más aún! Clarissa sube a nuestra habitación, mientras mi suegra se despide de Lucía en la puerta.
Voy a la cocina, anticipándola y me siento en el pantry en mi puesto. Ella entra, viene directamente a sentarse en mi puesto, pero a último momento desiste y se sienta en el suyo. Inquieta, se levanta, va hacia la nevera y de adentro saca una manzana roja y reluciente. La pone frente a ella y la contempla. No tengo hambre, es más, la sensación ya no existe. Pero añoro el sabor. El olor a manzana roja, no madura, me invade. Suena el teléfono. Lucía alarga el brazo, toma el auricular de la pared y contesta la llamada.
—Hola tío, bendición.
Claudio, hermanito, no me pude despedir.
—Está recostada…
—Bien –continúa entre sollozos- se quedó en la oficina. Tapa la bocina, una mueca horrenda la descontrola, se medio compone tragándose el llanto y continúa hablando.
—Tenía cosas urgentes que hacer, arreglar lo de papá, tú sabes… lo del patrimonio. Rompe en llanto otra vez.
—No, no te preocupes… Sí, estoy bien. Ajá, te veo mañana.
Lucía se queda quieta, pensativa. Allí adentro no puedo penetrar; tenía la impresión que las almas podían y no alcancé a preguntarle al ángel. ¡Qué tal si me concentro y el aparece!
Me siento en posición india, cierro los ojos apretándolos, lo invoco y… ¡Caray! El condenado como que me está castigando. ¡Qué calentera! Toda esa bobería que sale en las películas, cientos de best sellers testimoniales, ellos comiéndosela con los descubrimientos del más allá ¡y es pura paja! Sí ella sólo me oyera… ¡Eso! Déjame darle duro a este banco de madera: ¡pun, pun, pun…! Salto encima: ¡prás, prás! Lo pateo: ¡tas, tas…! ¡Carajo! Y la niña sin mover un músculo, embebida con la dichosa manzana… ¡Mija! No puede ser que no le trasmita. ¿Cuánto tiempo va a estar así, sin pestañear?
—Ay papá… De pronto suspira, sonríe con melancolía y se recuesta sobre los brazos, rodeando a la manzana con ellos.
Ajá mija, eso es… Siga, siga…
—Ay papá…
¿Qué? Me mareaba con su perorata y ahora las palabras le salen a empujones.
—Tanto que te gustaban las manzanas rojas.
Pero bueno, mija, esa manía suya de contestarme algo que no tiene nada que ver con lo que le pregunto. Saque pa’fuera eso que tanto la mortifica.
Ella se levanta, va al saloncito de la televisión, lo enciende y se sienta a ver una película, comiéndose la manzana con desgano.
Sin darme cuenta me encuentro subiendo las escaleras. Entro a nuestra habitación de espaldas. No puedo enfrentarla. ¡Cómo puede dolerme el corazón! Me volteo lentamente. Clarissa está acostada de lado, el cabello riega la almohada, adornándola. La televisión está encendida, la estática está ahí, sin sonido. Me siento en la poltrona, cierro los ojos, recreando los olores de la intimidad. 
Tengo tantas cosas que decirte amor… Lucía nos necesita.
Abro los ojos y la estática de la televisión da paso a una imagen: Veo a Clarissa que camina descalza sobre una grama verde brillante. La dormilona blanca, ondea vaporosa con la suave brisa que viene del mar, que se funde con el cielo en el horizonte. Se acerca y le tapa los ojos a un hombre que vestido de bata azul rey, da la espalda. Lo besa en el cuello.
Viro los ojos rápidamente, ella continúa durmiendo plácida.
El hombre de la televisión se voltea y…
¡Soy yo!
La cabellera negra y sedosa, mi cuerpo repuesto y sano. Mi boca se mueve, pero no hay sonido.
Busco el control, lo consigo, le doy a los botones y no pasa nada. Qué desesperación. ¡Dios mío, ayúdame!
Sigo hablando, Clarissa me contesta. Mi boca que sonreía dichosa, se contrae en una mueca de preocupación.
Me concentro en las bocas al tiempo que aparece un letrero en la parte inferior de la pantalla transcribiendo lo que digo.
—CLARISSA, LUCÍA TIENE UN PROBLEMA GRAVE… ¡AVERIGUA! BANDA SONORA DE BACH.
La imagen se va igual como llego y vuelve la estática. ¡Me cachis! Lo logré. Hago una pequeña danza triunfal alrededor de la cama y salgo como entré, esta vez quiero llenarme de la visión de ella, seguro de que ha sido Clarissa la que ha logrado el milagro. De repente, ella se despierta, se pone una bata blanca y baja. La sigo.
 —Lucía, Lucía…
Lucía sale a su encuentro, asustada.
—Soñé con tu papá… ¡era tan real! Rompe a llorar.
No, Clarissa, no te descompongas ahora, cuéntale.
—Mamita… Lucía la arrulla en sus brazos maternalmente.
Dile, dile…
—Se veía tan bello… joven. Había un jardín y el mar… él adoraba el mar. Éramos tan felices…
Sollozaba lastimera con aquella tristeza que descubrí recién.
¿Yyy…? ¡Clarissa!
—Pero sabes mi amor… de pronto…
Eso es amor, tú puedes.
—Se puso muy serio y me dijo algo que no entendí: que tú tenías un problema. Qué extraño, ¿verdad?
Lucía se enderezó, estiró la mano, sacó una cajetilla de cigarrillos de la cartera y encendió uno, apurada.
    ¿Un problema…?
Me acomodé en el puff, ansioso.
—Se veía tan hermoso, Lucía… Me estremecí de pasión con el beso que le di en el cuello.
Clarissa rompió a llorar desesperada. Yo la abrazo, rascándole el cuero cabelludo suavemente, como solía hacerlo.
Suena el timbre de la puerta, Lucía va a abrir. Clarissa sigue llorando. Entra Ramón y su cara compungida me confunde. Con mucha ternura me arranca a Clarissa de los brazos y la lleva al pantry. Ella se voltea como buscando algo. Ramón llama por teléfono a la suegra y le pide que venga a acompañar a Clarissa, porque la necesita. Le da un calmante y Lucía la lleva de vuelta a la cama.
La suegra llega ahí mismo ya que vive cerca. Ramón y Lucía se despiden y yo me voy tras ellos.
Nadie habla durante el trayecto. Llegamos a la casa, me distraigo y salgo del carro, atropellado y reboto contra Lucía. Entrando a la casa, Lucía espeta a Ramón, furiosa. Él se voltea y le levanta la mano. Ella le dice que era lo único que le faltaba, que ya la había ofendido bastante, pero que eso no se lo iba a permitir. Él sube las escaleras de dos en dos, iracundo. Lucía atrás y yo de último. Entramos todos a la habitación en fila. Ella continúa recriminándole. Me entero de lo de la amante. Él no lo niega, empujándola violentamente sobre la cama. 

Segunda y última entrega


¡Desgraciado! Ramón hace que le va a pegar y me le encaramo a caballito –él ni se entera- se sacude rabioso y me caigo. Le doy por las costillas y la mano rebota. Lucía no llora, valientemente continúa encarándolo. 
¡Esa es mi muchachita! Me estremezco acongojado con la sensación impotente de una patada en los cojones.
Él la ignora y se mete en el baño. Ella sentada en la cama, mira alelada, a la televisión apagada, temblando de la rabia. Él sale del baño, agarra una almohada y una cobija del closet y dice que se va a dormir a la biblioteca. Sale batiendo la puerta, pero queda entreabierta. Ella se tira en la cama, silenciando el llanto con las almohadas. 
Bajo a buscarlo y lo encuentro susurrándole al teléfono, no se ha molestado ni en cerrar la puerta. ¡Maldito! ¡Qué desgracia que no soy tan evolucionado como el ángel! Estoy segura que una buena trompada, le hubiera borrado la falsedad del apellido. Me siento pacientemente a esperar. Seleccionando las boberías que le oigo, no acierto a enterarme de nada importante y deseo que por alguna feliz coincidencia encienda la televisión… ¡Lo hace! Ve las noticias de las 10:00 y se queda dormido en la butaca.
Una visión diferente reemplaza a la otra que surge pronta, casi a voluntad. Estoy perfeccionando el sistema. ¡Bravo!
Ramón está en un bar ruidoso, con su mejor amigo (otro rufián), echándoselas. Se jacta, el muy sin vergüenza, de su adulterio y de lo millonario que va a ser, pues como lo nombré albacea, piensa dejar en la calle a Clarissa y a Lucía. Todo está a su nombre, hasta la casa de Clarissa. La repulsión me materializa en la pantalla y aparezco de improviso en una esquina, impidiéndole cualquier reacción: Me le lanzo encima y lo tiro al piso, cayéndole a patadas; un puntapié a las costillas lo hace vomitar. Reacciona y al verme la cara, palidece.
¡VIEJO DEL CARAJO…! Aparece de nuevo un letrero en la pantalla. ¡QUÉ COÑO…!  
Le doy una bofetada con el reverso de la palma, le sangra la nariz. Trata de levantarse y lanza un puñetazo ciego al vacío. Lo esquivo. Me cuadro como en mis épocas de boxeador en la universidad, pero antes de que le ateste el último trancazo, se protege gimiendo como un cobarde. Lo agarro por la pechera, zarandeándolo y lo dejo caer al piso como un despojo. El bar está en silencio.
RATA INMUNDA… TE VIGILO DÍA Y NOCHE
Ramón se despierta y se endereza, está sudando. Al levantarse, se encorva masajeándose el costado.
Sonrío.

¡Coño, tronco de gas!
Ramón va al mueble bar, doblado, se apipa un frasco de Maalox que encuentra y eructa. El whisky doble que se prepara, lo apura de un solo trago. Se va y regresa con un tazón de café negro, lo adereza con más whisky. Se da cuenta del ruido de la estática de la televisión y lo silencia con el control, apaga la luz de la lamparita. Enciende la luz más fuerte que encuentra. Toma un libro de Derecho Sucesorial de la biblioteca y parece disponerse a leer toda la noche.
Froto las manos, hago mi dancita triunfal alrededor del sofá, salgo silbando La comparsita y subo a vigilar el sueño de mi hija.
Lucía duerme plácida. La televisión sigue apagada. Del radio de la mesita de noche sale una melodía suave, nostálgica. La voz ronca del disk jockey acompaña la melodía.
—MI AMOR, CONFÍA EN MÍ.
TODO SE VA A ARREGLAR. NUNCA ESTARÁS SOLA. SIEMPRE TE VOY A CUIDAR. Mi voz empalma con la del disk jockey, fluyendo tranquilizante a través de la radio.
—GRACIAS PAPI, TE QUIERO. La vocecilla aniñada de Lucía hace eco en la habitación.
Lucía se mueve, cambia de lado, su boca se curva en una sonrisa.  
Cada vez estoy mejor, ¡hasta por la radio lo logro!
Me acomodo en la poltrona para seguir vigilando el sueño de mi niña.
Ramón entra al cuarto caminando con dificultad, se mete al baño  lo sigo. Se levanta el pijama y descubre, con horror, el enorme morado a nivel de las costillas. Se tapa con el paño, mirando a su alrededor. Yo me río a carcajadas; ¡su expresión es un poema! Se estira con dolor.
—Me debe estar dando una gripe, habla en alto tranquilizándose. Mientras se pega al espejo revisándose los huecos de la nariz. Respira hondo, aliviado.
Ramón baja vestido, Lucía canta mientras hace el café. Cuando él la mira extrañado, ella se calla abruptamente, avergonzada. El se va, me voy con él. Me cuesta escurrirme a tiempo por la rendija de la puerta que me deja. Obviamente he aumentado de grosor, pero eso es lo que menos me interesa ahorita, aún hay mucho por hacer.
Llegamos al edificio donde tiene el bufete, una horda de personas enta y sale, me le pego atrás. Casi me pierdo en el mar de gente, pero logro llegar con él a la oficina y entramos a su despacho. El muy muérgano asegura la puerta con llave y saca dos documentos de una gaveta. Me coloco detrás de él para leerlo y el impacto me sienta. ¡Todo es cierto! Ha redactado un nuevo documento y ahí está la marramuncia en blanco y negro, sellada y notariada.
Abre la caja fuerte. Me aprendo la combinación. Mete el documento falsificado, la cierra  y hunde al fondo de la papelera al auténtico. Estoy condenado a pasarme todo el día, carente de acontecimientos y plagado de bolserías, con él. A las cinco de la tarde nos vamos.
Llega a un edificio desconocido. Abre la puerta de un apartamento con su llave y oigo la voz distintiva y pegajosa de la necia. Me volteo pues no quiero presenciar los intercambios lascivos del recibimiento. Pasada esa parte me siento con fastidio a oír la insulsa conversación… ya todo está visto y oído.
Espero con impaciencia en la salita de arriba. Ojalá hayan tomado bastante y estén somnolientos, ¡si tan sólo pudiera drogarlos! Pero está claro que no poseo el don de la telequinesia, todavía. Suben a la habitación y me niego a seguirlos, afortunadamente dejan la puerta abierta. Me paseo a paso rápido por la salita,  rogando que la cabeza de chorlito de la amante quiera ver la televisión, la radio no me basta en este caso.
Asomo la cabeza, espiándolos… ¡Bingo! Gracias por los favores   recibidos.
Los encuentro enroscados, rendidos por embriaguez etílica y amatoria, ella ronca con la boca abierta; la película pornográfica que veían es reemplazada por una imagen conocida.
Ramón está en el bar se siempre, gozando una borrachera sabrosa. El cantinero limpia unos vasos mientras que la banda de jazz aprecia el ambiente. Su compañero de farra, el confidente, le comunica que va al baño. El cantinero le pone un trago por delante. Ramón le dice que todavía no ha terminado el anterior; éste le aclara que lo brinda el señor de la esquina. La luz tenue de la barra ilumina los tragos, mas no la cara de los tomadores. Ramón termina su trago de un jalón, levanta el vaso saludando al hombre de la esquina y apura el segundo. Ya está tan mareado que no siente el sabor dulzón peculiar. Le da una punzada terrible en el estómago y cae doblado sobre la barra. El cantinero continúa limpiando los vasos tranquilamente. El hombre de la esquina se acerca y le dice al oído a Ramón:
YA SÉ LO DL TESTAMENTO, TE VAS A RESBALAR. TE VIGILO DE CERCA.
Ramón abre los ojos -entre beodo y envenenado- y se encuentra con los ojos de Augusto.
Se despierta de una, corre al baño y oigo que vomita el alma. Lo sigo. Se lava la cara y se seca bruscamente con el paño. Busca con manos temblorosas un cigarro que saca de la cartera de la necia. Casi lo enciende pero lo bota en el excusado.
    ¡Maldito viejo del carajo!
 Despierta a la cabeza de chorlito y le cuenta el sueño. Ella se burla, él le pega, ella le devuelve el golpe y le advierte cuidado y le remuerde la conciencia porque estaba hediondo a arrepentimiento. Ramón, malhumorado, se viste y a esa hora de la madrugada se va para su casa y yo con él.
Agarro una cola, muy temprano con Lucía, a mi casa. Siento que ya es hora de enterar a Clarissa de lo que sucede con Lucía. Pero ella se niega a ver la televisión y por el duelo no quiere saber de música. Pasamos la noche en vela, hojeando álbumes de fotografía y leyendo cartas de cuando éramos novios.
Esa tarde Claudio la visita. Ella, demacrada y ojerosa, le dice cosas incoherentes. Él se asusta y llama a Lucía, la contestadora le dice que no está. Trata de localizar a la suegra y fracasa. No se atreve a dejarla sola y decide quedarse a pasar la noche.
¡Salto eufórico! Mi hermano me ayudará.
Se acerca la noche y veo con desesperación que Clarissa le acomoda el cuarto de Lucía que no tiene ni televisión ni radio. Empiezo a caminar en círculos alrededor del salón, cada vez más rápido, frustrado por mis limitaciones.
Subo al cuarto de Lucía a ver qué invento y la puerta está cerrada… ¡me cachis!
A las doce veo que Claudio, sonámbulo, se sienta en mi silla en el salón, enciende la televisión con el control, cierra los ojos y rueda su cabeza de lado, roncando.
Claudio y yo aparecemos encaramados en una mata de mango, él en una rama más alta. Le pido que baje donde estoy yo. No me hace caso y me lanza un mango maduro que aterriza estrellándose abajo sobre la cabeza de Ramón que está sentado en posición india, sacándole los muebles a la casita de muñecas de Lucía. Al ver mi cara de angustia me tranquiliza gritándome:
AUGUSTO, ¡TE FELICITO! LO LOGRASTE, HERMANO. YA SÉ LA CLASE DE PILLO QUE ES RAMÓN. YO RESUELVO, SIGUE COMUNICÁNDOTE.
Recorro la casa con mi danza triunfal, a tal velocidad que me mareo. Me recuerdo que ya no estoy para esos trotes.
Hermanito querido, tú y tus poderes extrasensoriales. Siempre creí que era mentira los mensajes que me mandaban mamá y papá. Me acerco y le doy un sonado beso en la mejilla. ¡Ahora sí tengo a Ramón en mis garras! Me siento a esperar que amanezca.
El idiota de Claudio se levanta tarde, ya estoy con un humor de perros. Va a la cocina y silva mientras que se prepara un jugo de naranja. Se sienta en el pantry a  saborear el jugo. Merodeo impaciente, ni media palabra sale de su boca. Empiezo a dudar de mi éxito cuando Claudio lanza una carcajada.
Suave lo del mango, ¿no Augusto? Tenemos que proceder con velocidad. Ya debes estar bien pesado… Papá y mamá me explicaron el porqué lo del engorde por no regresar al rendir cuentas. Logré contactarlos enseguida. Oye, es brillante lo de la televisión, ¡tú siempre tan ingenioso!
No puedo definir lo que representa esas palabras de Claudio, algo así como cuando oí aquel llanto peculiar de Clarissa, pero al revés. Lo abrazo con fuerza y el sonríe, sus ojos aguados.
Bueno, ya Augusto, componte; furtivamente se quita una lágrima que se le cuela por el rabo del ojo.
No hay tiempo que perder, me visto y partimos.
Toma el teléfono de la pared, llama a Lucía y le dice que venga a encargarse de su mamá pues el tiene que ir a trabajar. Llega Lucía y nos vamos.
Claudio me abre la puerta del carro de par en par, embromándome con su suspicacia a veces cruel. Enciende la radio y mi voz se oye reemplazando la del locutor. Planeamos en el carro la estrategia a seguir y le hago todas las indicaciones pertinentes. Llegamos a la antesala de la oficina de Ramón. Claudio coquetea con la secretaria, que tiene pinta de todo menos de eso. Le dice que viene a dejar unos papeles de Clarissa y a buscar otros. Ella le contesta melosa que no tiene autorización, medio protesta y él la convence invitándola a cenar. Acepta encantada y le abre la puerta de la oficina; arreglan para una hora determinada la cena acordada. Derretida de interés y solícita, nos deja solos. Con cautela, Claudio le pasa el seguro a la puerta.
Ramón encuentra la caja de seguridad.
Chévere Augusto, se te olvidó pasarme la combinación. Después de mucho sudor –los números me dan mucho trabajo- le paso la combinación apretándole el brazo, tantas veces como los números indican. Saca el documento, lo hojea y la cara se le contrae, convulsa.
¡Rata inmunda!
Mi sentimiento es exactamente el mismo, hermano.
—Rata y bruto, dice mientras saca de la papelera el auténtico que el cretino tuvo a bien botar ahí mismo. Lo dobla y se lo mete en el  bolsillo de la chaqueta. Deja todo como estaba. Se despide besándole ambas mejillas a la secretaria y nos desaparecemos de allí a toda marcha.
Enciende la radio y lo dirijo hacia el edificio donde vive la necia. Conviene en que debo penetrar el sueño de Ramón y darle el escarmiento que merece. Se cuela tras otro residente por la puerta principal y llegamos hacia el apartamento que queda justo frente al  ascensor. Toca el timbre y cuando ella le abre la puerta, aunque hay muy poca amplitud me atrevo y sorpresivamente, entro con facilidad. Le entrega un sobre que tiene un número que no es el de su apartamento. Ella le aclara su equivocación y le señala una puerta al fondo. Él se despide respetuoso. Alcanzo a ver por la puerta que se cierra un pulgar levantado, deseándome suerte. 
Tiempo de tedio después, finalmente llega Ramón. Casi me alegro de verlo, quiero acabar de una vez. Llega agotado e inquieto. Ella le da un Valium y cuando se dispone a complacerlo con el masaje que él le pidió, lo encuentra desparramado sobre las sábanas, rendido. Va y apaga la bañera jacuzzi que burbujea con sales aromáticas.
Frustrados ya los planes eróticos, se acomoda en la cama con palomitas de maíz, chocolates y champaña a ver  la novela en la televisión.
Espero… Ella ya va por la película de media noche, una caja completa de bombones surtidos, botella y media de champaña, y ni cabecea. No me queda más nada que ponerme cómodo. A las tres de la mañana ella deja escapar unos ronquidos.
Ramón está en el bar. A pesar de la penumbra, una luz al fondo ilumina lo suficiente como para distinguir las formas familiares del sueño. Le paga al cantinero, toma a cabeza de chorlito por los hombros.
Ella ronca, silva y se voltea de lado en la cama.
Salen por la puerta trasera a un callejón obscuro. Él está asustado, es tarde en la noche. Mira sobre su hombro constantemente… y agiliza el paso.
Ramón, sudoroso, se retuerce en la cama.
Pasa una rata frente a ellos y la necia grita. La boca se abre, pero no hay sonido.
Veo la palabra MUTTING en la pantalla. Leo los labios.
—NO DEMUESTRES MIEDO, CAMINA CON SEGURIDAD POR EL MEDIO DE LA CALLE.
A la necia las piernas le tiemblan al caminar, los tacones altos y finos, se le tuercen. De pronto un hombre enmascarado los detiene. En si mano una manopla brilla siniestra. El hombre no se mueve. Ramón le aprieta el brazo a la necia en señal de que se quede tiesa al tiempo que ella, aterrada mueve un pie hacia delante y el tacón del zapato rojo se atora en una alcantarilla; ella lucha por zafar al pie del zapato, quiere soltarlo y seguir descalza, pero el zapato está enlazado al tobillo por una hebilla que se traba y no logra liberarse, gime quedo. Ramón la aprieta contra sí, aterrorizado, protegiéndose con ella. Los dos se voltean al unísono al sonido detrás de ellos. Otro enmascarado bate un látigo contra el piso. La necia agita la cabeza, la melena baila al son de cada latigazo.
¿QUÉ QUIEREN? SI ES DINERO, YO TENGO MUCHO.
El del látigo señala a la necia. Ella comienza a llorar desconsolada. La expresión de Ramón  es compungida, pero se repone. Se quita el Rolex de oro, lo pone en el piso y lo rueda unos pasos más allá con el pie. El del látigo sigue señalándole a la necia. Ahora ella está realmente histérica.
—¿SI SE LAS DEJO, ME PUEDO IR?
El cobarde se separa, ella lo agarra por la camisa, desesperada, el se zafa.
La necia se cae de la cama, pero sigue roncando.
—RAMÓN…
Ramón voltea la cabeza lentamente, reconociendo mi voz y se descompone.
RATA COBARDE, TENGO EL DOCUMENTO AUTÉNTICO, EL OTRO LO QUEMÉ. IGUAL QUE VOY A HACER CONTIGO.
Le enseño la manopla, que reluce.
MAÑANA AMANEZCO EN LA JEFATURA CON LAS PRUEBAS, ¡TE VAS A PUDRIR EN LA CÁRCEL!
Claudio se quita la máscara y le bate el látigo a los pies. Ramón se voltea tan rápido que casi se cae. Cuando le ve la cara, se caga los pantalones, chorreando por la pierna el excremento, manchándole los mocasines de mil dólares.
Sonrío en la obscuridad, el pantalón de pijama de Ramón, manchado de caca… El amanecer va a ser interesante. Me siento a esperar tranquilo a la puerta del cuarto.
Ramón corre por el apartamento descalzo, el pijama chorreado de caca se le adhiere a las piernas, la necia atrás. Le lanza el zapato rojo de tacón alto sin hebilla, gritándole obscenidades a lo verdulera italiana. Los vecinos se asoman cuando ella lo empuja –casi no tengo tiempo de salir- y dejándolo afuera, bate furiosa la puerta.
Pálido de vergüenza, camina lo más recto que puede y se pierde en el ascensor. Yo me lo esperaba iracundo, pero está mudo, acentuada la palidez. Velozmente, llega al automóvil, lo forza y abre la puerta. Entramos rápido, lo pone en directo como un experto y arrancamos a toda velocidad. Llegamos a su casa, Lucía no está. Se baña, vistiéndose a toda marcha. Empaca una maleta y sale con la misma rapidez con que entró. Ni una vez miró sobre su hombro.
Claudio visita a Lucía y la pone al tanto de las últimas vagabunderías de Ramón. Ella, mi pobre niña, sabía lo suficiente e intuía que planeaba algo maquiavélico.
Él es capaz de cualquier cosa, tío, le dice sollozando.
Mi niña, mi niña bella, a la que tanto cuidé para lo mejor. Pero ella resultó siendo más fuerte que mis angustias.
Me recuperaré, no me queda otro remedio, le dice a Claudio.
Él me deja en mi casa. Compruebo con asombro el cansancio de las almas y me dejo caer sobre mi poltrona, exhausto. Clarissa se acerca, su faz es otra. La encuentro más tranquila, pero aún arrastra los pies por la casa.
Los días transcurren lentos. Lucía trabaja y Ramón desapareció.
Sigo a Clarissa a todos lados, hacemos cosas juntos que antes no teníamos tiempo de hacer. A través de los sueños la acompaño, la ayudo con mis limitaciones de alma en pena a tratar de sobrellevar la añoranza. Se ve animada y hasta sale de vez en cuando con amigos… el alma perturbada es pura, se sitúa más allá de los celos.
Clarissa se ha ido el fin de semana a la playa con la suegra y Lucía. Vagando por la casa sin tener nada que hacer, descubro la puerta del sótano abierta y bajo las escaleras. Mis herramientas y libros me distraen la nostalgia. Estoy revisando la cantidad de cosas que ahí se encuentran y una brisa inusual, cierra la puerta. Subo, trato de empujarla... y nada.
Espero ocupado, reviso todo agotando el entretenimiento. Pasa un día, lo sé por la luz que se filtra por las rendijas. Llega la noche nuevamente. Me detengo frente a la puerta, concentrándome. Deseo, no sólo salir de este espacio físico donde me encuentro atrapado, sino dejar este mundo… siento que ya estoy listo.
La sensación va más allá de la nostalgia. Me acerco lentamente, no me detengo al llegar a ella sino que hago un esfuerzo enorme, como un respiro muy profundo… ¡y la traspaso! La emoción es única. Me uno a las partículas de madera de la puerta que al mismo tiempo me expulsan hacia fuera. Llego al otro lado flotando y del envión me elevo. Piso tierra otra vez, petrificado. Me siento tan exhausto como el día que saqué a Ramón de nuestras vidas, sólo que el cansancio es grandioso, pleno de gozo.
Clarissa regresa a casa esa tarde. Veo a Lucía por la ventana, la encuentro hermosa, sonrosada, tostada por el sol.
Nos sentamos a ver la televisión y tocan a la puerta. Nos levantamos acoplados, yo me elevo. Ella abre la puerta, es Claudio. Entra y antes de que Clarissa cierre la puerta, alcanzo a ver al ángel en el quicio. Claudio me despide mentalmente, cierra la puerta, paso delante de él.
Al llegar a la puerta, aparto de mi frente un mechón rebelde de cabello, el cual intuyo es negro por la suavidad, que me cae rebelde sobre los ojos. Doy una última mirada a la casa y al fondo, Clarissa charla animada con Claudio en el salón.
Traspaso la puerta, el ángel me da una palmadita por la espalda y los dos nos elevamos, impulsados por una tibia brisa imbuida con el aroma de la Dama de la Noche en flor, y nos escurrimos por una rendijita milimétrica en el firmamento, tragados por la noche.
Pasó mucho tiempo antes de que Clarissa soñara conmigo otra vez.