Hace su entrada, enfundada en un estrecho traje corto rojo de seda que le remarca la generosa y voluptuosa figura. Avanza hacia la barra, balanceando sinuosamente las caderas al caminar. Las miradas masculinas, hipnotizadas, persiguen su vaivén, cuando ella pasa a su lado rozándolos y emborrachándolos con la estela de su perfume.
Ella se deja caer, suavemente, en el banco. Ladeándose, cruza las piernas, abre la cartera y saca una cigarrera de plata que brilla en la penumbra; extrae un delgado pitillo, lo golpea varias veces sobre el metal.
Al fondo, del otro lado de la barra y sentado de espaldas, está un hombre hablando con el cantinero. El hombre se voltea, se endereza, acomodándose el traje, y se ajusta la corbata.
Ella hace un ademán de sacar algo de la cartera y ya el hombre está allí, la llama oscilante de su encendedor, iluminando su hermoso rostro; levanta una ceja, hace un puchero con los labios carnosos color carmín. Le toma las manos entre las suyas, protegiendo la llama y enciende su pitillo. Él se sienta al lado de ella y la envuelve con la mirada.
¡CORTE!
Las luces se encienden. Se da por terminada la filmación. Ella toma su abrigo y sale del bar.
Camina hacia la esquina, entra a otro bar. En la antesala, se quita el abrigo y se dirige hacia la barra a empellones, apartando el gentío que se agolpa cerca de la barra que, a esa hora, está atestada de hombres y mujeres. Se escurre entre dos hombres, y debe quedarse de pie, ya que los bancos están ocupados.
A duras penas logra sacar un cigarrillo de su cartera, busca el encendedor, y cae en cuenta que no lo lleva. Se voltea, mira a uno de los hombres, levanta una ceja, aprieta los labios rojos —éste le señala un aviso de NO FUMAR.
Los dos hombres se levantan, se toman de las manos y se van.
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