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Wednesday, November 17, 2010

Amor en el aire

Se encontraron en el mismo sitio, se sentaron en el mismo banco: el penúltimo junto a un árbol frondoso que les daba sombra, y frente al lago de los patos. Ella, como otras veces, les lanzaba pedacitos de pan, los cuales ellos engullían veloces. 
La luz del sol era tenue, porque ya el otoño entraba, pintando las hojas de múltiples tonos de rojo y naranja, que luego caerían suavemente sobre el camino, convirtiéndose en una alfombra ocre que lo tapizaba. La brisa fresca la hizo abrazarse, ciñéndose la chaqueta de algodón. Volteó la cara hacia él, las mejillas arreboladas y sonrió con dulzura.
Él, miraba al frente y de vez en cuando ojeaba su perfil: empezaba por el cuello largo, suave, blanco como el marfil y allí, ensimismado, deslizaba la mirada por la curva de la barbilla, que sabía tenía un gracioso hoyuelo, estacionando la vista en los labios carnosos, que de vez en cuando, arrojaban besitos o sonreían. Luego, vislumbrado, sus ojos saltaban a la nariz, subiendo la cuesta empinada hacia la frente, donde remontaban las ondas de su cabellera brillante y ondulada, que la brisa agitaba festiva.
Sin voltearse, ella estiró el brazo que antes alimentaba a los patos y le pasó los dedos suavemente por la espalda, y él, contuvo la respiración: era la primera vez que lo tocaba. Entonces, ella sacó una galletita del bolsillo de su chaqueta y la puso en el banco, a su lado, sobre una servilleta. Él se la comió.
De pronto, una pelota roja que rodaba, se detuvo frente a ellos; detrás venía corriendo y resoplando, un niño regordete. Rápido, antes de que él pudiera reaccionar, ella se inclinó y se la entregó al niño. Éste resumió su carrera, perseguido por la madre, quien a gritos le pedía que se detuviera. 
Ella miró su reloj y se levantó. Le dijo: ― hasta mañana amigo y se fue pateando hojas multicolores que encontraba a su paso.
Él, brincó del banco y se fue por la vereda opuesta, saltandito, meneando su cola color caramelo, ladrándole eufórico a los pájaros que volaban frente a él. 

Wednesday, November 10, 2010

Yo sin lentes no veo

    La mañana es asoleada, pero fresca.  Una mujer de cabello corto, suave y brillante, que salta a su rítmico andar; de rostro limpio, ojos verde esmeralda, labios tersos y carnosos; cuerpo firme ¾busto espectacular¾, se dirige al café y se sienta a una de las mesas que está al aire libre.
    Llama a un mesero... él se acerca con el menú, ella le hace señas con la mano de que no precisa uno, y ordena un té de kiwi con pera para acompañar una ración de fruta del día.
    Unas mesas más allá, están una pareja.  
    El señor, de cabello canoso, casi blanco ¾muy atractivo¾ con lentes de pasta, elegantemente trajeado de gris plomo ¾hace que lee el periódico, pero observa a la mujer.       
    La señora es  estilizada, su fisonomía interesante y refinada.  El mesero le ofrece a la señora el menú; ella se pone unos lentes que saca de la cartera, busca lo que desea y ordena; toma una agenda de la mesa, la hojea. 
    El hombre pide un café,  y mira al frente pues algo llama su atención.   La mujer, que come la  fruta lentamente entre sorbos de té, levanta la cara y sus miradas se entrecruzan.  Ella se endereza, sonríe, y levemente toca los labios con la servilleta de tela; al devolverla al regazo, cruza las piernas con premeditación y sigue comiendo, como si nada.
    El hombre sin perderla de vista, dobla el periódico y lo pone sobre la mesa.  Saca disimuladamente una tarjeta del bolsillo de la chaqueta, garabatea algo al respaldo y la guarda de nuevo en el bolsillo.  De pronto la señora le dice algo al hombre, toma su cartera, se levanta, y se pierde en el interior del café.
    La mujer termina de comer y pide la cuenta ¾el mesero se la entrega.  Continúa hacia la mesa de los señores y les sirve los cafés ¾el hombre le pone la tarjeta en la bandeja, haciéndole señas que se la lleve a la mujer.
    Cuando ella recibe la tarjeta, le da un vistazo, la guarda en su cartera, paga, se levanta, y se va sin voltearse.
    La señora vuelve a la mesa, él le comenta algo y los dos se ríen.
    La mujer, dobla la esquina,  y ya fuera de vista, abre la cartera con prisa, saca de la cartera la tarjeta y unas lupas, se las pone y lee: Lucas de Alburquerque y Damas, la voltea y al reverso dice: “Señorita, a mi hija y a mí nos daría mucho placer que nos acompañase a compartir una mañana tan hermosa como usted, atentamente, su admirador.”
    La mujer corre de vuelta al café... el mesero recoge, pues ya todas las mesas se encuentran vacías y unos nubarrones predicen tormenta.