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Tuesday, August 9, 2011

ATRAPADO

Cuento corto en dos entregas

Bip… bip… bip… Aún bate acompasado, tranquilizando mi esperanza. El olor a éter me revuelve el estómago y las sienes me laten, martillando profundamente el dolor. Me molesta el tubito del oxígeno en la nariz y al voltearme de lado, el cable del suero me enreda. Ahora entra una y me inyecta algo en la mano, que no duele… bendito sea el catéter. Ahhh… ¡estoy cansado de sufrir! Hace poco vino otra y me iluminó el ojo buscando una pupila dilatada; no la encontró, pero me despertó. Detesto este lugar, no hay respeto, no hay alivio.
Despierto, la agonía es continua de saber a mi Clarissa espiándome día y noche, viendo una mejoría que no existe, anticipando una curación que quizás no llegue. Y la niña, mi niña linda, me atiborra de menjurjes y me  atormenta con una grabación curativa que me susurra al oído: visualiza verde y azul…verde y azul… Están tan agotadas de no dejarme ir, como estoy yo de luchar contra ellas y acabar de una vez. Dormido, los sueños de sangre y máscaras negras que abren sus bocas feroces tragándome, me prohíben el descanso. Deseo vivir como era antes: fuerte, pleno, lleno de optimismo. Nunca más seré ese hombre, ¿o sí?
Una mujer en la esquina llora, pobre, ese llanto propio de las mujeres, el de la tristeza, ese que parte el alma. El que escucho en casa detrás de las puertas, que brota libre cuando ellas no me creen cerca. Dos camas más allá, un hombre maldice; esos son los que se salvan de la pelona, los que se rebelan. Yo me alcé hace cuatro meses, ahora estoy hastiado de luchar; hago el esfuerzo por ellas, como siempre. 
Al fondo veo a un hombre de bata blanca que me sonríe. Se acercan Clarissa y Lucía, una luz brillante se enciende detrás de mí. ¡Qué demacrada estás amor…! No aguanto esta lucha estéril convertida en mueca que circunda tu boca bella, mi dulce Clarissa. Tan fuerte y suficiente… ¡Si ocurriera un milagro!
Augusto, no me dejes, no podría vivir sin ti. No soy lo que piensas, mi amor…
Hago un esfuerzo en vano por levantar la mano, acariciarle la cara, besarla… Le ordeno al cerebro y se rebela. Clarissa amor… Lucía, hija, no llores así.
—Papá –entre sollozos- si tú te vas… La voz ahora apenas un susurro.
        ¿Qué dices, hija? Una lágrima se cuela sin permiso; estoy mal, oigo absurdos, la cabeza me da vueltas, las voces se alejan. Clarissa en cámara lenta –la imagen desenfocada- se abalanza sobre mí. Lucía abre la boca enorme en un grito mudo, corre una enfermera, el compás se rompe… ¡Prendan la luz!
        Abro los ojos y miro a mi alrededor, estoy en un cuarto solo. No hay monitores. Un parabán de tela blanca y arruchada en los extremos, tapa la salida. Me enderezo temeroso y lo logro con agilidad. Estoy libre del suero y del oxígeno. Al palparme no me siento los huesos. Me abrazo y la sensación es de apretar un almohadón. Tomo aire y lo boto con fuerza. Pongo un pie en el piso, luego el otro. Me elevo levemente, asombrado. Planto los pies en el piso y camino hacia el parabán con paso firme, descorro la tela con aprehensión. Allá, al fondo está Clarissa, encimada a alguien que yace sobre una cama. Lucía se agita histérica, mi yerno trata de controlarla.
        Me acerco descalzo con pasos tímidos. El médico que sonreía me intercepta. Veo por encima de su hombro al tiempo que Clarissa se voltea hacia mí. Mi alegría desbordada no se entiende con su desolación. Salgo a su encuentro, pero el médico me agarra por un brazo, deteniéndome.
    No te ve ni te oye. La voz ronca silencia el ambiente.
Viro lentamente y grito lo más fuerte que puedo, nadie se entera. Veo mi cuerpo en la cama rodeado de cables. La palidez mortal resalta las ojeras violáceas y mi cabello canoso, abundante, lo reemplaza un turbante de vendajes. Un hombrecito enjuto, sumido dentro de las sábanas, me representa.
—Sí, estás muerto. El médico me lleva tomado por los hombros hacia el cuarto del parabán. Las piernas me tiemblan, levito levemente, él me asienta con fuerza en la cama y se acomoda a mi lado.
—Siempre es así, no importa lo mucho que se desee en medio de la agonía, cuesta trabajo aceptarlo… Sacude la cabeza y mira hacia abajo, entrecerrando los ojos. —Es tan definitivo…
—Pero no vi que flotaba encima de mi cuerpo. Y… y el túnel, la luz, no vi nada de eso, le digo casi eufórico, convenciéndome.
—Esas son presunciones. Lo de “Vida después de la vida”, son testimonios comerciales y no del todo veraces. La realidad, es que hace diez minutos expiraste, sin sufrimiento. Estabas en coma desde anoche,  me dice sonriente, dándome palmaditas en la espalda.
—Pero vi a Clarissa, me dijo…
—Sí, el coma sigue siendo un misterio.
Él adivina mi pregunta y mirándome a los ojos me dice que es mi ángel de la guardia. Salto de la cama, asentándome en el piso. Al ponerme de pie delante del espejo, constato que no hay reflejo.
—Ajá, ¡y los ángeles sí existen! Tú eres un ángel. Lo señalo y el sonríe. —Pero sí eres hasta feo y retaco, él deja de sonreír.   
—Bueno, los catires de dos metros son ganchos comerciales -visiblemente molesto- y si no nos apuramos te vas a quedar con esa bata verde y el vendaje en la cabeza eternamente. Nosotros sabíamos –considerando tus referencias- que ibas a distraerte, aunque parece que me equivoqué contigo: sólo los imprevistos cuestionan tanto.
—Quiero ver a Clarissa una vez más.
—Mi misión habrá acabado cuando te lleve al hogar, rindes cuentas y puedes regresar y visitarla en paz.
Salgo del cuarto cabizbajo, al fondo depositan en una camilla mi cuerpo desnudo, el pecho etiquetado y numerado que alistaron para la morgue, cubierto con una sábana. Clarissa va a su encuentro despidiéndose y con una ternura inmensurable, descubre mi cara, toma mi cabeza con ambas manos y besa mi frente gélida. Mis lágrimas ruedan voluntarias, sin vergüenza, correspondiéndole. El ángel me toma por el brazo apresurando el paso.
Afuera en el pasillo me encuentro de pronto con Lucía caminando apresurada, los ojos amoratados de llanto. Viene directo hacia mí, creo que me traspasa, pero me esquiva, pasa a través del ángel y sigue su camino.
—Todavía no eres un fantasma, me aclara.
Un sentimiento singular flota de mí, consolando su tristeza, ¡mi niña adorada! Le doy gracias a Dios por Ramón –un hombre bueno- que la cuidaría por mí. Me volteo con nostalgia y noto extrañado que ella discute airadamente con él. El ángel sigue su camino sin mí. Observo desconcertado como Ramón la empuja con saña y se va. Lucía se sienta en el suelo –la espalda contra la pared- abrazándose las rodillas; entierra la cabeza en las piernas, sollozando lastimosa. Me acerco, sentándome al lado. 
—Ay papá, ¡cómo te quiero! Le masajeo el cuello con una mano mientras ella se mece rítmicamente, gimiendo bajito: —¿por qué él no es como tú…? Sonrío comprensivo y acaricio su cabeza. ¡Deseo tanto calmarla!
—Es maléfico, nunca supiste papá… dice entre sollozos. Súbitamente llega el ángel y me alza por un brazo, disgustado. Ella se endereza, sorbe las lágrimas y busca algo a su alrededor, perpleja.
¿Supe qué? Alcanzo a gritarle mientras el ángel me lleva lejos de ella, y sin decir palabra, me arrastra pasillo abajo. Yo protesto, pero él me sujeta con fuerza hasta que llegamos a la salida del hospital.
El ángel consulta su reloj y me dice que el espacio está por cerrarse y que debemos apurarnos.
—¡No me puedo ir todavía!
—Augusto, las almas que no se elevan, aumentan de espesor. La tristeza de habitar el mundo de los vivos y no poder participar, les pesa. Con el tiempo la entrada se cierra y el ascenso a mundos superiores se dificulta.
—Cuando esté listo me adelgazaré.
Clarissa pasa cerca de mí, abrazada por la cintura -entrelazados los afectos- consolada por mi suegra. Voy tras ella. El ángel me argumenta sin persuadir. La suegra mete un maletín en la parte de atrás de la camioneta y me cuelo rápidamente detrás de él. El ángel golpea mi ventanilla, trato de  bajarla, no lo logro y la suegra arranca a toda velocidad. El ángel corre al lado, gritándome, pero los vidrios sellan la comunicación. Finalmente se cansa y queda en medio de la calle, desolado.
Mi amor, quiero decirte algo. La suegra le agarra la mano a Clarissa y con lágrimas en los ojos y la voz cargada de emoción, le confiesa: Augusto era uno de los seres humanos más especiales que conocí en mi vida, tuviste mucha suerte, hija. Clarissa mira al frente, ensimismada.
¡Caray, suegra! Por lo que uno tiene que pasar para oír semejante afirmación.
—Eres joven –continuaba la suegra- tienes la vida por delante…
Clarissa irrumpió a llorar de una forma desconocida.
—Mamá… hace unas horas descubrí que Augusto era el aire que yo respiraba y ya me estoy ahogando.
Llegamos a la casa, la suegra arrulla a Clarissa en sus brazos.
—Ten fuerza hija, Lucía te necesita.
—Ella comienza su vida, mamá, y te equivocas, la mía llegó hasta aquí.
Clarissa solloza de nuevo. Ese llanto peculiar alebresta en mí una ansiedad insólita que me clava al asiento y que por poco me deja encerrado en la camioneta. Corro detrás de ellas y me deslizo por la abertura semiabierta de la puerta principal. Calculo el espacio, engatusándome que no he aumentado de grosor. Clarissa cierra la puerta.
Me quedo de pie en el salón, admirándolo todo como si fuera la primera vez. La soledad pinta las paredes y empolva los muebles. La melancolía opaca las cortinas, que solamente hace unos días, era de flores alegres. Estoy aquí, pero no pertenezco. No me atrevo a subir detrás de Clarissa, la proximidad de la intimidad me produce dolor.
Ella baja las escaleras, de negro cerrado, una rosa blanca en la mano aviva su desgracia. ¡Mi querida Clarissa! Pasa a mi lado esquivándome y se sienta en mi silla. Se acomoda, pone la rosa en el regazo, se reclina en la poltrona, quitándose los tacones, uno por uno, con los pies. Me le siento al lado en el puff. Se ve casi infantil, su cara es lisa, demasiado para la edad; ni siquiera los días interminables de horror, deformaron su belleza. Aspiro la flor y hundo la cara en ella creyendo percibir la fragancia fresca. Pongo mi mano encima de la suya y así nos quedamos un buen rato, compartiendo nuestra pesadumbre.
La suegra rompe el sortilegio, apurándola que ya es la hora del funeral. Clarissa quita la mano con cuidado, toma la flor y la besa con amor. Se levanta y al ponerse los zapatos, mira hacia mí, suspira y se va.
Llegan luego, ya no sé calcular el tiempo. No quise ir con ellas, sentí pánico de no poder regresar. Además, siempre evite los funerales, el mío, ¡más aún! Clarissa sube a nuestra habitación, mientras mi suegra se despide de Lucía en la puerta.
Voy a la cocina, anticipándola y me siento en el pantry en mi puesto. Ella entra, viene directamente a sentarse en mi puesto, pero a último momento desiste y se sienta en el suyo. Inquieta, se levanta, va hacia la nevera y de adentro saca una manzana roja y reluciente. La pone frente a ella y la contempla. No tengo hambre, es más, la sensación ya no existe. Pero añoro el sabor. El olor a manzana roja, no madura, me invade. Suena el teléfono. Lucía alarga el brazo, toma el auricular de la pared y contesta la llamada.
—Hola tío, bendición.
Claudio, hermanito, no me pude despedir.
—Está recostada…
—Bien –continúa entre sollozos- se quedó en la oficina. Tapa la bocina, una mueca horrenda la descontrola, se medio compone tragándose el llanto y continúa hablando.
—Tenía cosas urgentes que hacer, arreglar lo de papá, tú sabes… lo del patrimonio. Rompe en llanto otra vez.
—No, no te preocupes… Sí, estoy bien. Ajá, te veo mañana.
Lucía se queda quieta, pensativa. Allí adentro no puedo penetrar; tenía la impresión que las almas podían y no alcancé a preguntarle al ángel. ¡Qué tal si me concentro y el aparece!
Me siento en posición india, cierro los ojos apretándolos, lo invoco y… ¡Caray! El condenado como que me está castigando. ¡Qué calentera! Toda esa bobería que sale en las películas, cientos de best sellers testimoniales, ellos comiéndosela con los descubrimientos del más allá ¡y es pura paja! Sí ella sólo me oyera… ¡Eso! Déjame darle duro a este banco de madera: ¡pun, pun, pun…! Salto encima: ¡prás, prás! Lo pateo: ¡tas, tas…! ¡Carajo! Y la niña sin mover un músculo, embebida con la dichosa manzana… ¡Mija! No puede ser que no le trasmita. ¿Cuánto tiempo va a estar así, sin pestañear?
—Ay papá… De pronto suspira, sonríe con melancolía y se recuesta sobre los brazos, rodeando a la manzana con ellos.
Ajá mija, eso es… Siga, siga…
—Ay papá…
¿Qué? Me mareaba con su perorata y ahora las palabras le salen a empujones.
—Tanto que te gustaban las manzanas rojas.
Pero bueno, mija, esa manía suya de contestarme algo que no tiene nada que ver con lo que le pregunto. Saque pa’fuera eso que tanto la mortifica.
Ella se levanta, va al saloncito de la televisión, lo enciende y se sienta a ver una película, comiéndose la manzana con desgano.
Sin darme cuenta me encuentro subiendo las escaleras. Entro a nuestra habitación de espaldas. No puedo enfrentarla. ¡Cómo puede dolerme el corazón! Me volteo lentamente. Clarissa está acostada de lado, el cabello riega la almohada, adornándola. La televisión está encendida, la estática está ahí, sin sonido. Me siento en la poltrona, cierro los ojos, recreando los olores de la intimidad. 
Tengo tantas cosas que decirte amor… Lucía nos necesita.
Abro los ojos y la estática de la televisión da paso a una imagen: Veo a Clarissa que camina descalza sobre una grama verde brillante. La dormilona blanca, ondea vaporosa con la suave brisa que viene del mar, que se funde con el cielo en el horizonte. Se acerca y le tapa los ojos a un hombre que vestido de bata azul rey, da la espalda. Lo besa en el cuello.
Viro los ojos rápidamente, ella continúa durmiendo plácida.
El hombre de la televisión se voltea y…
¡Soy yo!
La cabellera negra y sedosa, mi cuerpo repuesto y sano. Mi boca se mueve, pero no hay sonido.
Busco el control, lo consigo, le doy a los botones y no pasa nada. Qué desesperación. ¡Dios mío, ayúdame!
Sigo hablando, Clarissa me contesta. Mi boca que sonreía dichosa, se contrae en una mueca de preocupación.
Me concentro en las bocas al tiempo que aparece un letrero en la parte inferior de la pantalla transcribiendo lo que digo.
—CLARISSA, LUCÍA TIENE UN PROBLEMA GRAVE… ¡AVERIGUA! BANDA SONORA DE BACH.
La imagen se va igual como llego y vuelve la estática. ¡Me cachis! Lo logré. Hago una pequeña danza triunfal alrededor de la cama y salgo como entré, esta vez quiero llenarme de la visión de ella, seguro de que ha sido Clarissa la que ha logrado el milagro. De repente, ella se despierta, se pone una bata blanca y baja. La sigo.
 —Lucía, Lucía…
Lucía sale a su encuentro, asustada.
—Soñé con tu papá… ¡era tan real! Rompe a llorar.
No, Clarissa, no te descompongas ahora, cuéntale.
—Mamita… Lucía la arrulla en sus brazos maternalmente.
Dile, dile…
—Se veía tan bello… joven. Había un jardín y el mar… él adoraba el mar. Éramos tan felices…
Sollozaba lastimera con aquella tristeza que descubrí recién.
¿Yyy…? ¡Clarissa!
—Pero sabes mi amor… de pronto…
Eso es amor, tú puedes.
—Se puso muy serio y me dijo algo que no entendí: que tú tenías un problema. Qué extraño, ¿verdad?
Lucía se enderezó, estiró la mano, sacó una cajetilla de cigarrillos de la cartera y encendió uno, apurada.
    ¿Un problema…?
Me acomodé en el puff, ansioso.
—Se veía tan hermoso, Lucía… Me estremecí de pasión con el beso que le di en el cuello.
Clarissa rompió a llorar desesperada. Yo la abrazo, rascándole el cuero cabelludo suavemente, como solía hacerlo.
Suena el timbre de la puerta, Lucía va a abrir. Clarissa sigue llorando. Entra Ramón y su cara compungida me confunde. Con mucha ternura me arranca a Clarissa de los brazos y la lleva al pantry. Ella se voltea como buscando algo. Ramón llama por teléfono a la suegra y le pide que venga a acompañar a Clarissa, porque la necesita. Le da un calmante y Lucía la lleva de vuelta a la cama.
La suegra llega ahí mismo ya que vive cerca. Ramón y Lucía se despiden y yo me voy tras ellos.
Nadie habla durante el trayecto. Llegamos a la casa, me distraigo y salgo del carro, atropellado y reboto contra Lucía. Entrando a la casa, Lucía espeta a Ramón, furiosa. Él se voltea y le levanta la mano. Ella le dice que era lo único que le faltaba, que ya la había ofendido bastante, pero que eso no se lo iba a permitir. Él sube las escaleras de dos en dos, iracundo. Lucía atrás y yo de último. Entramos todos a la habitación en fila. Ella continúa recriminándole. Me entero de lo de la amante. Él no lo niega, empujándola violentamente sobre la cama. 

Segunda y última entrega


¡Desgraciado! Ramón hace que le va a pegar y me le encaramo a caballito –él ni se entera- se sacude rabioso y me caigo. Le doy por las costillas y la mano rebota. Lucía no llora, valientemente continúa encarándolo. 
¡Esa es mi muchachita! Me estremezco acongojado con la sensación impotente de una patada en los cojones.
Él la ignora y se mete en el baño. Ella sentada en la cama, mira alelada, a la televisión apagada, temblando de la rabia. Él sale del baño, agarra una almohada y una cobija del closet y dice que se va a dormir a la biblioteca. Sale batiendo la puerta, pero queda entreabierta. Ella se tira en la cama, silenciando el llanto con las almohadas. 
Bajo a buscarlo y lo encuentro susurrándole al teléfono, no se ha molestado ni en cerrar la puerta. ¡Maldito! ¡Qué desgracia que no soy tan evolucionado como el ángel! Estoy segura que una buena trompada, le hubiera borrado la falsedad del apellido. Me siento pacientemente a esperar. Seleccionando las boberías que le oigo, no acierto a enterarme de nada importante y deseo que por alguna feliz coincidencia encienda la televisión… ¡Lo hace! Ve las noticias de las 10:00 y se queda dormido en la butaca.
Una visión diferente reemplaza a la otra que surge pronta, casi a voluntad. Estoy perfeccionando el sistema. ¡Bravo!
Ramón está en un bar ruidoso, con su mejor amigo (otro rufián), echándoselas. Se jacta, el muy sin vergüenza, de su adulterio y de lo millonario que va a ser, pues como lo nombré albacea, piensa dejar en la calle a Clarissa y a Lucía. Todo está a su nombre, hasta la casa de Clarissa. La repulsión me materializa en la pantalla y aparezco de improviso en una esquina, impidiéndole cualquier reacción: Me le lanzo encima y lo tiro al piso, cayéndole a patadas; un puntapié a las costillas lo hace vomitar. Reacciona y al verme la cara, palidece.
¡VIEJO DEL CARAJO…! Aparece de nuevo un letrero en la pantalla. ¡QUÉ COÑO…!  
Le doy una bofetada con el reverso de la palma, le sangra la nariz. Trata de levantarse y lanza un puñetazo ciego al vacío. Lo esquivo. Me cuadro como en mis épocas de boxeador en la universidad, pero antes de que le ateste el último trancazo, se protege gimiendo como un cobarde. Lo agarro por la pechera, zarandeándolo y lo dejo caer al piso como un despojo. El bar está en silencio.
RATA INMUNDA… TE VIGILO DÍA Y NOCHE
Ramón se despierta y se endereza, está sudando. Al levantarse, se encorva masajeándose el costado.
Sonrío.

¡Coño, tronco de gas!
Ramón va al mueble bar, doblado, se apipa un frasco de Maalox que encuentra y eructa. El whisky doble que se prepara, lo apura de un solo trago. Se va y regresa con un tazón de café negro, lo adereza con más whisky. Se da cuenta del ruido de la estática de la televisión y lo silencia con el control, apaga la luz de la lamparita. Enciende la luz más fuerte que encuentra. Toma un libro de Derecho Sucesorial de la biblioteca y parece disponerse a leer toda la noche.
Froto las manos, hago mi dancita triunfal alrededor del sofá, salgo silbando La comparsita y subo a vigilar el sueño de mi hija.
Lucía duerme plácida. La televisión sigue apagada. Del radio de la mesita de noche sale una melodía suave, nostálgica. La voz ronca del disk jockey acompaña la melodía.
—MI AMOR, CONFÍA EN MÍ.
TODO SE VA A ARREGLAR. NUNCA ESTARÁS SOLA. SIEMPRE TE VOY A CUIDAR. Mi voz empalma con la del disk jockey, fluyendo tranquilizante a través de la radio.
—GRACIAS PAPI, TE QUIERO. La vocecilla aniñada de Lucía hace eco en la habitación.
Lucía se mueve, cambia de lado, su boca se curva en una sonrisa.  
Cada vez estoy mejor, ¡hasta por la radio lo logro!
Me acomodo en la poltrona para seguir vigilando el sueño de mi niña.
Ramón entra al cuarto caminando con dificultad, se mete al baño  lo sigo. Se levanta el pijama y descubre, con horror, el enorme morado a nivel de las costillas. Se tapa con el paño, mirando a su alrededor. Yo me río a carcajadas; ¡su expresión es un poema! Se estira con dolor.
—Me debe estar dando una gripe, habla en alto tranquilizándose. Mientras se pega al espejo revisándose los huecos de la nariz. Respira hondo, aliviado.
Ramón baja vestido, Lucía canta mientras hace el café. Cuando él la mira extrañado, ella se calla abruptamente, avergonzada. El se va, me voy con él. Me cuesta escurrirme a tiempo por la rendija de la puerta que me deja. Obviamente he aumentado de grosor, pero eso es lo que menos me interesa ahorita, aún hay mucho por hacer.
Llegamos al edificio donde tiene el bufete, una horda de personas enta y sale, me le pego atrás. Casi me pierdo en el mar de gente, pero logro llegar con él a la oficina y entramos a su despacho. El muy muérgano asegura la puerta con llave y saca dos documentos de una gaveta. Me coloco detrás de él para leerlo y el impacto me sienta. ¡Todo es cierto! Ha redactado un nuevo documento y ahí está la marramuncia en blanco y negro, sellada y notariada.
Abre la caja fuerte. Me aprendo la combinación. Mete el documento falsificado, la cierra  y hunde al fondo de la papelera al auténtico. Estoy condenado a pasarme todo el día, carente de acontecimientos y plagado de bolserías, con él. A las cinco de la tarde nos vamos.
Llega a un edificio desconocido. Abre la puerta de un apartamento con su llave y oigo la voz distintiva y pegajosa de la necia. Me volteo pues no quiero presenciar los intercambios lascivos del recibimiento. Pasada esa parte me siento con fastidio a oír la insulsa conversación… ya todo está visto y oído.
Espero con impaciencia en la salita de arriba. Ojalá hayan tomado bastante y estén somnolientos, ¡si tan sólo pudiera drogarlos! Pero está claro que no poseo el don de la telequinesia, todavía. Suben a la habitación y me niego a seguirlos, afortunadamente dejan la puerta abierta. Me paseo a paso rápido por la salita,  rogando que la cabeza de chorlito de la amante quiera ver la televisión, la radio no me basta en este caso.
Asomo la cabeza, espiándolos… ¡Bingo! Gracias por los favores   recibidos.
Los encuentro enroscados, rendidos por embriaguez etílica y amatoria, ella ronca con la boca abierta; la película pornográfica que veían es reemplazada por una imagen conocida.
Ramón está en el bar se siempre, gozando una borrachera sabrosa. El cantinero limpia unos vasos mientras que la banda de jazz aprecia el ambiente. Su compañero de farra, el confidente, le comunica que va al baño. El cantinero le pone un trago por delante. Ramón le dice que todavía no ha terminado el anterior; éste le aclara que lo brinda el señor de la esquina. La luz tenue de la barra ilumina los tragos, mas no la cara de los tomadores. Ramón termina su trago de un jalón, levanta el vaso saludando al hombre de la esquina y apura el segundo. Ya está tan mareado que no siente el sabor dulzón peculiar. Le da una punzada terrible en el estómago y cae doblado sobre la barra. El cantinero continúa limpiando los vasos tranquilamente. El hombre de la esquina se acerca y le dice al oído a Ramón:
YA SÉ LO DL TESTAMENTO, TE VAS A RESBALAR. TE VIGILO DE CERCA.
Ramón abre los ojos -entre beodo y envenenado- y se encuentra con los ojos de Augusto.
Se despierta de una, corre al baño y oigo que vomita el alma. Lo sigo. Se lava la cara y se seca bruscamente con el paño. Busca con manos temblorosas un cigarro que saca de la cartera de la necia. Casi lo enciende pero lo bota en el excusado.
    ¡Maldito viejo del carajo!
 Despierta a la cabeza de chorlito y le cuenta el sueño. Ella se burla, él le pega, ella le devuelve el golpe y le advierte cuidado y le remuerde la conciencia porque estaba hediondo a arrepentimiento. Ramón, malhumorado, se viste y a esa hora de la madrugada se va para su casa y yo con él.
Agarro una cola, muy temprano con Lucía, a mi casa. Siento que ya es hora de enterar a Clarissa de lo que sucede con Lucía. Pero ella se niega a ver la televisión y por el duelo no quiere saber de música. Pasamos la noche en vela, hojeando álbumes de fotografía y leyendo cartas de cuando éramos novios.
Esa tarde Claudio la visita. Ella, demacrada y ojerosa, le dice cosas incoherentes. Él se asusta y llama a Lucía, la contestadora le dice que no está. Trata de localizar a la suegra y fracasa. No se atreve a dejarla sola y decide quedarse a pasar la noche.
¡Salto eufórico! Mi hermano me ayudará.
Se acerca la noche y veo con desesperación que Clarissa le acomoda el cuarto de Lucía que no tiene ni televisión ni radio. Empiezo a caminar en círculos alrededor del salón, cada vez más rápido, frustrado por mis limitaciones.
Subo al cuarto de Lucía a ver qué invento y la puerta está cerrada… ¡me cachis!
A las doce veo que Claudio, sonámbulo, se sienta en mi silla en el salón, enciende la televisión con el control, cierra los ojos y rueda su cabeza de lado, roncando.
Claudio y yo aparecemos encaramados en una mata de mango, él en una rama más alta. Le pido que baje donde estoy yo. No me hace caso y me lanza un mango maduro que aterriza estrellándose abajo sobre la cabeza de Ramón que está sentado en posición india, sacándole los muebles a la casita de muñecas de Lucía. Al ver mi cara de angustia me tranquiliza gritándome:
AUGUSTO, ¡TE FELICITO! LO LOGRASTE, HERMANO. YA SÉ LA CLASE DE PILLO QUE ES RAMÓN. YO RESUELVO, SIGUE COMUNICÁNDOTE.
Recorro la casa con mi danza triunfal, a tal velocidad que me mareo. Me recuerdo que ya no estoy para esos trotes.
Hermanito querido, tú y tus poderes extrasensoriales. Siempre creí que era mentira los mensajes que me mandaban mamá y papá. Me acerco y le doy un sonado beso en la mejilla. ¡Ahora sí tengo a Ramón en mis garras! Me siento a esperar que amanezca.
El idiota de Claudio se levanta tarde, ya estoy con un humor de perros. Va a la cocina y silva mientras que se prepara un jugo de naranja. Se sienta en el pantry a  saborear el jugo. Merodeo impaciente, ni media palabra sale de su boca. Empiezo a dudar de mi éxito cuando Claudio lanza una carcajada.
Suave lo del mango, ¿no Augusto? Tenemos que proceder con velocidad. Ya debes estar bien pesado… Papá y mamá me explicaron el porqué lo del engorde por no regresar al rendir cuentas. Logré contactarlos enseguida. Oye, es brillante lo de la televisión, ¡tú siempre tan ingenioso!
No puedo definir lo que representa esas palabras de Claudio, algo así como cuando oí aquel llanto peculiar de Clarissa, pero al revés. Lo abrazo con fuerza y el sonríe, sus ojos aguados.
Bueno, ya Augusto, componte; furtivamente se quita una lágrima que se le cuela por el rabo del ojo.
No hay tiempo que perder, me visto y partimos.
Toma el teléfono de la pared, llama a Lucía y le dice que venga a encargarse de su mamá pues el tiene que ir a trabajar. Llega Lucía y nos vamos.
Claudio me abre la puerta del carro de par en par, embromándome con su suspicacia a veces cruel. Enciende la radio y mi voz se oye reemplazando la del locutor. Planeamos en el carro la estrategia a seguir y le hago todas las indicaciones pertinentes. Llegamos a la antesala de la oficina de Ramón. Claudio coquetea con la secretaria, que tiene pinta de todo menos de eso. Le dice que viene a dejar unos papeles de Clarissa y a buscar otros. Ella le contesta melosa que no tiene autorización, medio protesta y él la convence invitándola a cenar. Acepta encantada y le abre la puerta de la oficina; arreglan para una hora determinada la cena acordada. Derretida de interés y solícita, nos deja solos. Con cautela, Claudio le pasa el seguro a la puerta.
Ramón encuentra la caja de seguridad.
Chévere Augusto, se te olvidó pasarme la combinación. Después de mucho sudor –los números me dan mucho trabajo- le paso la combinación apretándole el brazo, tantas veces como los números indican. Saca el documento, lo hojea y la cara se le contrae, convulsa.
¡Rata inmunda!
Mi sentimiento es exactamente el mismo, hermano.
—Rata y bruto, dice mientras saca de la papelera el auténtico que el cretino tuvo a bien botar ahí mismo. Lo dobla y se lo mete en el  bolsillo de la chaqueta. Deja todo como estaba. Se despide besándole ambas mejillas a la secretaria y nos desaparecemos de allí a toda marcha.
Enciende la radio y lo dirijo hacia el edificio donde vive la necia. Conviene en que debo penetrar el sueño de Ramón y darle el escarmiento que merece. Se cuela tras otro residente por la puerta principal y llegamos hacia el apartamento que queda justo frente al  ascensor. Toca el timbre y cuando ella le abre la puerta, aunque hay muy poca amplitud me atrevo y sorpresivamente, entro con facilidad. Le entrega un sobre que tiene un número que no es el de su apartamento. Ella le aclara su equivocación y le señala una puerta al fondo. Él se despide respetuoso. Alcanzo a ver por la puerta que se cierra un pulgar levantado, deseándome suerte. 
Tiempo de tedio después, finalmente llega Ramón. Casi me alegro de verlo, quiero acabar de una vez. Llega agotado e inquieto. Ella le da un Valium y cuando se dispone a complacerlo con el masaje que él le pidió, lo encuentra desparramado sobre las sábanas, rendido. Va y apaga la bañera jacuzzi que burbujea con sales aromáticas.
Frustrados ya los planes eróticos, se acomoda en la cama con palomitas de maíz, chocolates y champaña a ver  la novela en la televisión.
Espero… Ella ya va por la película de media noche, una caja completa de bombones surtidos, botella y media de champaña, y ni cabecea. No me queda más nada que ponerme cómodo. A las tres de la mañana ella deja escapar unos ronquidos.
Ramón está en el bar. A pesar de la penumbra, una luz al fondo ilumina lo suficiente como para distinguir las formas familiares del sueño. Le paga al cantinero, toma a cabeza de chorlito por los hombros.
Ella ronca, silva y se voltea de lado en la cama.
Salen por la puerta trasera a un callejón obscuro. Él está asustado, es tarde en la noche. Mira sobre su hombro constantemente… y agiliza el paso.
Ramón, sudoroso, se retuerce en la cama.
Pasa una rata frente a ellos y la necia grita. La boca se abre, pero no hay sonido.
Veo la palabra MUTTING en la pantalla. Leo los labios.
—NO DEMUESTRES MIEDO, CAMINA CON SEGURIDAD POR EL MEDIO DE LA CALLE.
A la necia las piernas le tiemblan al caminar, los tacones altos y finos, se le tuercen. De pronto un hombre enmascarado los detiene. En si mano una manopla brilla siniestra. El hombre no se mueve. Ramón le aprieta el brazo a la necia en señal de que se quede tiesa al tiempo que ella, aterrada mueve un pie hacia delante y el tacón del zapato rojo se atora en una alcantarilla; ella lucha por zafar al pie del zapato, quiere soltarlo y seguir descalza, pero el zapato está enlazado al tobillo por una hebilla que se traba y no logra liberarse, gime quedo. Ramón la aprieta contra sí, aterrorizado, protegiéndose con ella. Los dos se voltean al unísono al sonido detrás de ellos. Otro enmascarado bate un látigo contra el piso. La necia agita la cabeza, la melena baila al son de cada latigazo.
¿QUÉ QUIEREN? SI ES DINERO, YO TENGO MUCHO.
El del látigo señala a la necia. Ella comienza a llorar desconsolada. La expresión de Ramón  es compungida, pero se repone. Se quita el Rolex de oro, lo pone en el piso y lo rueda unos pasos más allá con el pie. El del látigo sigue señalándole a la necia. Ahora ella está realmente histérica.
—¿SI SE LAS DEJO, ME PUEDO IR?
El cobarde se separa, ella lo agarra por la camisa, desesperada, el se zafa.
La necia se cae de la cama, pero sigue roncando.
—RAMÓN…
Ramón voltea la cabeza lentamente, reconociendo mi voz y se descompone.
RATA COBARDE, TENGO EL DOCUMENTO AUTÉNTICO, EL OTRO LO QUEMÉ. IGUAL QUE VOY A HACER CONTIGO.
Le enseño la manopla, que reluce.
MAÑANA AMANEZCO EN LA JEFATURA CON LAS PRUEBAS, ¡TE VAS A PUDRIR EN LA CÁRCEL!
Claudio se quita la máscara y le bate el látigo a los pies. Ramón se voltea tan rápido que casi se cae. Cuando le ve la cara, se caga los pantalones, chorreando por la pierna el excremento, manchándole los mocasines de mil dólares.
Sonrío en la obscuridad, el pantalón de pijama de Ramón, manchado de caca… El amanecer va a ser interesante. Me siento a esperar tranquilo a la puerta del cuarto.
Ramón corre por el apartamento descalzo, el pijama chorreado de caca se le adhiere a las piernas, la necia atrás. Le lanza el zapato rojo de tacón alto sin hebilla, gritándole obscenidades a lo verdulera italiana. Los vecinos se asoman cuando ella lo empuja –casi no tengo tiempo de salir- y dejándolo afuera, bate furiosa la puerta.
Pálido de vergüenza, camina lo más recto que puede y se pierde en el ascensor. Yo me lo esperaba iracundo, pero está mudo, acentuada la palidez. Velozmente, llega al automóvil, lo forza y abre la puerta. Entramos rápido, lo pone en directo como un experto y arrancamos a toda velocidad. Llegamos a su casa, Lucía no está. Se baña, vistiéndose a toda marcha. Empaca una maleta y sale con la misma rapidez con que entró. Ni una vez miró sobre su hombro.
Claudio visita a Lucía y la pone al tanto de las últimas vagabunderías de Ramón. Ella, mi pobre niña, sabía lo suficiente e intuía que planeaba algo maquiavélico.
Él es capaz de cualquier cosa, tío, le dice sollozando.
Mi niña, mi niña bella, a la que tanto cuidé para lo mejor. Pero ella resultó siendo más fuerte que mis angustias.
Me recuperaré, no me queda otro remedio, le dice a Claudio.
Él me deja en mi casa. Compruebo con asombro el cansancio de las almas y me dejo caer sobre mi poltrona, exhausto. Clarissa se acerca, su faz es otra. La encuentro más tranquila, pero aún arrastra los pies por la casa.
Los días transcurren lentos. Lucía trabaja y Ramón desapareció.
Sigo a Clarissa a todos lados, hacemos cosas juntos que antes no teníamos tiempo de hacer. A través de los sueños la acompaño, la ayudo con mis limitaciones de alma en pena a tratar de sobrellevar la añoranza. Se ve animada y hasta sale de vez en cuando con amigos… el alma perturbada es pura, se sitúa más allá de los celos.
Clarissa se ha ido el fin de semana a la playa con la suegra y Lucía. Vagando por la casa sin tener nada que hacer, descubro la puerta del sótano abierta y bajo las escaleras. Mis herramientas y libros me distraen la nostalgia. Estoy revisando la cantidad de cosas que ahí se encuentran y una brisa inusual, cierra la puerta. Subo, trato de empujarla... y nada.
Espero ocupado, reviso todo agotando el entretenimiento. Pasa un día, lo sé por la luz que se filtra por las rendijas. Llega la noche nuevamente. Me detengo frente a la puerta, concentrándome. Deseo, no sólo salir de este espacio físico donde me encuentro atrapado, sino dejar este mundo… siento que ya estoy listo.
La sensación va más allá de la nostalgia. Me acerco lentamente, no me detengo al llegar a ella sino que hago un esfuerzo enorme, como un respiro muy profundo… ¡y la traspaso! La emoción es única. Me uno a las partículas de madera de la puerta que al mismo tiempo me expulsan hacia fuera. Llego al otro lado flotando y del envión me elevo. Piso tierra otra vez, petrificado. Me siento tan exhausto como el día que saqué a Ramón de nuestras vidas, sólo que el cansancio es grandioso, pleno de gozo.
Clarissa regresa a casa esa tarde. Veo a Lucía por la ventana, la encuentro hermosa, sonrosada, tostada por el sol.
Nos sentamos a ver la televisión y tocan a la puerta. Nos levantamos acoplados, yo me elevo. Ella abre la puerta, es Claudio. Entra y antes de que Clarissa cierre la puerta, alcanzo a ver al ángel en el quicio. Claudio me despide mentalmente, cierra la puerta, paso delante de él.
Al llegar a la puerta, aparto de mi frente un mechón rebelde de cabello, el cual intuyo es negro por la suavidad, que me cae rebelde sobre los ojos. Doy una última mirada a la casa y al fondo, Clarissa charla animada con Claudio en el salón.
Traspaso la puerta, el ángel me da una palmadita por la espalda y los dos nos elevamos, impulsados por una tibia brisa imbuida con el aroma de la Dama de la Noche en flor, y nos escurrimos por una rendijita milimétrica en el firmamento, tragados por la noche.
Pasó mucho tiempo antes de que Clarissa soñara conmigo otra vez.

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